Tatiana Mazú González es realizadora documental, experimental y artista visual. Cursó la Licenciatura en Artes Audiovisuales de la UNA, formó parte del colectivo de cine Silbando Bembas, y actualmente integra Antes Muerto Cine. La entrevistamos para Taipei a raíz del reciente “mal llamado estreno comercial” de su primer largometraje en solitario, Caperucita roja, de 2019. Su obra se completa con el corto La Internacional (2015) y los largos El estado de las cosas (2012, codirigido junto a Joaquín Maito) y Río Turbio (2020).
Santiago Damiani: ¿Podés contarme cómo fue la experiencia del foco que se realizó, en torno a vos y a otras realizadoras, en el último DocBuenosAires, y cómo viviste los estrenos que tuviste estas semanas? Más teniendo en cuenta las dificultades de las producciones independientes, no solo para llegar al estreno, sino para mantenerse en cartelera. Pienso en La Sesenta [Silbando Bembas, 2021], o Niña mamá [Andrea Testa, 2019], que pudieron estar muy poco tiempo en el Gaumont, y problematizar un poco sobre esas cuestiones, sobre todo después de dos años de ajuste pandémico.
Tatiana Mazú González: Sí, fueron semanas un poco movidas, porque mis dos largos se habían estrenado en salas, pero fuera de Argentina, y acá solo habían circulado en festivales que venían siendo online. Así que las últimas semanas fueron bastante importantes para mí, porque las dos pelis, tanto Caperucita roja como Río Turbio, pudieron verse en salas. Por un lado estuvo el foco en el DOCBA, “La política de las autoras”, donde estuvieron mi primer corto, que fue La Internacional, Caperucita roja, Río Turbio y dos intercambios de video-correspondencias que hicimos en pandemia, por un lado con mi familia, y por el otro lado con mis compañeros de Antes Muerto, que es el colectivo donde hoy en día hago películas. Para mí fue medio loco (se ríe) que de repente pudiera verse todo eso junto. Por el otro, se presentó la primera proyección en salas de Río Turbio en Buenos Aires, y en la Lugones, que particularmente es una sala a la que le tengo mucho cariño, porque fue donde me formé viendo películas, como un montón de gente en la ciudad que se dedica al cine. Y la semana pasada, el jueves, sucedió finalmente el mal llamado “estreno comercial”, como le dicen, de Caperucita roja, que era una película que se estrenó a fines de 2019 y, de hecho, yo pensaba estrenarla en salas el año pasado, pero se canceló por la pandemia. Lo postergué hasta lo más tarde que pude de este año pensando, entre otras cosas, en poder compartirlo con mi abuela —pensando en el covid, la vacunación y ese tipo de cosas que estaban interfiriendo con nuestra forma de acercarnos físicamente a las películas.
El estreno fue complicado, porque es cada vez más difícil acceder a pantallas para películas como las que hago yo, o que hacen muchxs compañerxs. De por sí, el cine documental en general, y sobre todo sus formas… cuanto menos industrializadas, más [difícil]; toda forma del cine experimental, o militante, o colectiva, o que traiga una cosa nueva que genere algún tipo de sacudón, formal o políticamente, cada vez es más difícil. Muchas de esas películas se hacen con lo que es la vía documental digital, o llamada “quinta vía”, que es una vía de financiamiento que se consiguió en 2007 gracias a la lucha en la calle de lxs realizadorxs documentalistas, cuando yo era todavía bastante chica. Y es un espacio que tiene varias ventajas para quienes hacemos este tipo de películas más artesanales, si se quiere. En primer lugar, no te pide antecedentes para acceder a un subsidio del instituto de cine(1), entonces es una vía de financiamiento que nos permite crecer a quienes estamos empezando. Por otro lado, no te exige tener una estructura empresarial para producir películas, y eso es muy importante, porque salteás un montón de exigencias y lógicas de trabajo que de repente por ahí nosotrxs elegimos no tener, en la forma de organizarnos y relacionarnos con el Estado y manejar nuestra economía, etcétera. Y, por último, otra cosa importante es que es el único fondo del instituto de cine donde los jurados que eligen los proyectos no son elegidos a dedo por la presidencia del instituto, sino que son votados a propuesta de la propia asociación de realizadores, con un recambio progresivo, y eso es algo que ha hecho una diferencia muy grande con que el cine documental de los últimos 10 o 15 años haya sido muy diverso en sus formas narrativas, y que haya tenido una independencia política en relación al Estado. Así que es un pequeño nicho muy chiquitito que políticamente hay que defender, un montón y constantemente, porque [implica] un pequeñísimo porcentaje (es el 5%, si no me equivoco, del costo medio de película nacional, por lo cual es muy insignificante el gasto que le implica al instituto de cine financiar películas a través de ese fondo) y por otro lado genera un gran resultado en materia de producción y diversidad de películas. Lo que está sucediendo, en este momento en particular, es que el instituto de cine está considerando que las películas producidas a través de esta vía de fomento, como Caperucita roja, tienen que ser destinadas a la televisión y no a la salas cinematográficas, alegando que, en la normativa de cuando se sancionó esta vía de fomento, dice que la plata es en términos de una precompra de derechos para la televisión, el canal del instituto de cine. Que sea una precompra de derechos de antena no implica que quedes fuera de las salas de cine, pero, con la lógica cada vez más industrialista que está teniendo el instituto de cine, más volcada al cine industrial, al cine de ficción, e incluso a dar apoyo a las series y las producciones cinematográficas vinculadas a las llamadas OTT (o sea, Netflix, HBO, etcétera)(2), en ese corrimiento lo que se produce como contraparte es un ajuste de estas formas del cine. De hecho a mí me hicieron firmar una carta para poder estrenar donde utilizan la palabra “excepción”, como que estrenar nuestras películas en la sala es una excepción, como si fuera un favor que nos están haciendo, porque son películas que, de alguna manera, para ellos son de segunda, no merecen una sala de cine. Particularmente los horarios que me tocaron a mí en Gaumont son un desastre: son 14:30 y 17:00, horarios profundamente marginales, ni un horario central. Normalmente, te daban uno que sí era dos o tres de la tarde, y uno ya en la franja de 20:00 a 23:00, donde, [al ser] después del horario laboral, hay más afluencia de público. Eso es un problema, porque para que la película se mantenga en cartelera tiene que cumplir con lo que se llama una media de continuidad, que es una cantidad determinada de espectadores por función que te permita continuar otra semana en cartel, cosa imposible de alcanzar con este tipo de horarios. Entonces esa es un poco la situación que estamos atravesando, en particular lxs documentalistas, en este momento, en un contexto donde la política del INCAA está siendo, en líneas generales, de ajuste, de destrucción de todas las formas más independientes del cine.
Un poco en la línea de lo que hablabas de la situación de lxs documentalistas, te quería preguntar de dónde sale tu pulsión por el cine documental y cómo ves el panorama general nacional de ese tipo de cine. Es un cine que, en cierta forma, está viviendo un resurgimiento, a partir de una tendencia hacia el uso del video personal. Pienso, por ejemplo, en películas como las de Nicolás Prividera, Agustina Comedi o Natalia Garayalde(3), que también tienen un ángulo político.
Creo que es interesante. El otro día me preguntaban en relación a esto, y yo siempre digo una cosa en relación al material de archivo personal y a la idea de lo subjetivo: a veces siento que es un debate medio en falso, en el sentido de que el problema no es narrar desde una subjetividad. A veces se piensa como un mal de época a la primera persona, lo cual me parece un debate en falso, porque siempre es importante pensar qué persona se utiliza al narrar, con qué punto de vista político se narra esa primera persona, y quién es. Porque no es lo mismo que yo haga una película en primera persona, a que alguien que se formó en la FUC(4) y viene de determinado tipo de familia, de determinadas condiciones materiales para realizarla, o que la haga César González… Siempre es importante para mí tener en cuenta eso. A veces hay como una generalización en relación a la primera persona, y a tildarla quizás un poco de egocéntrica en el cine, cuando en realidad me parece que hay que tener en cuenta otro montón de sutilezas que tienen que ver con que esa primera persona es un lugar desde donde se mira el mundo. Y las miradas del mundo son múltiples, y pueden implicar un montón de cosas muy diferentes sobre la realidad. Así que, por un lado, sí puede ser que haya algo coyuntural en relación a cómo, incluso, nos relacionamos con las imágenes hoy en día —que todos tenemos una cámara en el bolsillo, que es el celular, y una red social donde filmamos en primera persona el mundo. Y es verdad que hay una lógica quizás muy yoica o muy narcisista en la producción de imágenes cotidianamente —no solo en el cine, me refiero en general a la circulación de imágenes que implican las redes sociales y todo eso. Pero creo que hay otra cosa, que es el lugar de la producción: que gracias al material de archivo hogareño, o a tener un celular, y un montón de cuestiones, podemos hacer películas que son muy baratas; también tiene una ventaja, que es que trabajar con esos materiales es trabajar con materiales que estaban marginados de la producción hegemónica del cine, y que de verdad existen y muchas veces conllevan marcas de época políticas e ideológicas muy interesantes de analizar y de pensar. A fin de cuentas son imágenes que circulan o circularon en el mundo y, como toda imagen, merecen ser pensadas, cuestionadas, interrogadas. Más aún, incluso, en un mundo donde hay tanta superproducción de imágenes cotidianas, de imágenes en primera persona; me parece que con más razón aún hay que interrogar ese tipo de producción de imágenes. Creo que hay experiencias súper interesantes. Particularmente nombraste las pelis de Agus Comedi y de Nati Garayalde. A mí son dos películas que me interesan un montón, y me parece que pertenecen a un corpus del cine argentino contemporáneo que viene de las escuelas cordobesas, y me parece que están pasando cosas interesantes, que se están corriendo ciertos ejes, en términos de quiénes empuñan estas primeras personas.
Venimos de décadas donde la hegemonía del cine nacional la ha tenido, justamente, la gente formada en la FUC, una escuela que es carísima, que implica un montón de privilegios poder sostener una cursada. De repente, en los últimos años ha habido un corrimiento, y muchas personas que hoy estamos filmando documentales y que tenemos la suerte (o el privilegio) de estar exhibiéndolos y que estén recorriendo salas, festivales y discusiones, somos personas que venimos de otro tipo de formaciones; gente formada en universidades públicas, por ejemplo. Me refiero a mí, que me formé en la UNA, o a gente que se formó en la UNC o en La Plata(5). De repente están pasando cosas así que, para mí, es importante tener en cuenta a la hora de pensar qué cine argentino se está viendo hacia adentro y hacia fuera. Para mí todo es algo interesante, siento que se está diversificando un poco más el ecosistema desde donde miran las personas que hacemos cine hoy en día.
En lo personal, yo empecé trabajando en 2015 (en realidad, antes ya había hecho otra película codirigida, pero muy diferente a todo lo que hice después) con La Internacional, que es mi primer corto, y donde la protagonista es mi hermana, Sofía. Fue un primer intento de ver qué pasaba, cuánto podía yo hablar de ciertas cuestiones políticas que me interesaban, o de identidad política que me interesaban, a partir de mis propios materiales familiares. Es un retrato de Sofi como militante, como hermana y como persona, que a mí me enseñó un montón en términos políticos y de construir una identidad política. Y todo lo que fui haciendo después tiene un poco que ver con eso, con ir indagando, a través de imágenes y sonidos, cómo se fue constituyendo, en este caso, mi identidad política, pero también la identidad política en contextos históricos muy determinados, que están presentes en las películas con mucha claridad. Caperucita roja es, en un punto, una gran exploración sobre eso, sobre algo generacional y sobre cómo compartir tiempo con una señora, que en este caso es mi abuela, una señora que fue criada por el franquismo y es muy conservadora en muchos aspectos. Pero creo que ese diálogo y esa discusión constante que mi hermana y yo tuvimos con ella a lo largo de toda la vida nos ha influido en un montón de aspectos en lo que somos hoy en día nosotras. En mi hermana, como militante de izquierda, y en mi caso como activista y cercana a la militancia de izquierda muy fuertemente desde siempre. En el caso de Río Turbio, quizás ya de a poquito es algo que se va como despegando: parte de algo más familiar, más personal, y va al encuentro de otras militancias, de otras personas que me son ajenas, y explora un poco ese mundo. Y la peli que estoy haciendo, que calculo que se estrenará en un par de años, porque me falta mucho (se ríe), es una película que no tiene que ver con mi entorno cercano, es como un desplazamiento también.
Hay algo de eso que quizás es el orden de cierta comodidad o seguridad, de cómo ir paso a paso preparándose y formándose, que para mí también es importante: entender cada peli como un paso que uno da, como un experimento, como una prueba, que probablemente permita sacar conclusiones para la siguiente. A veces se nos exige (digo, se nos exige desde la crítica, o desde la prensa, o la programación de festivales, etcétera) que cada obra sea algo terminado, acabado, que no tenga imperfecciones. Para mí eso es un problema, porque yo creo que las películas tienen que ser como materia viva, tienen que poner sobre la mesa nuestras propias contradicciones, o al menos a mí es algo que me interesa, y que me interesa que siga mutando proyecto a proyecto, generándome nuevas preguntas. Me resulta aburrido encontrar una receta y reproducirla.
Un cine color sangre, como decía Jonas Mekas.
Sí.
Río Turbio tiene una poética rabiosamente política. ¿Cómo fue el proceso de acercarte a la lucha obrera, de la construcción de la identidad clasista? En términos de encontrar el material de archivo, la experiencia en la mina a la que no te dejaron entrar, la investigación de la historia de lucha, etcétera.
Creo que es una película que, en un punto, me tomó por asalto, sucedió como medio de repente. Eso estuvo bueno, porque me permitió no racionalizar cosas y que tenga quizás la radicalidad formal que implica la película, la libertad, la exploración, la capacidad de equivocarme —todas cosas que a mí me encantan. Pienso que es el producto de muchas cosas. Por un lado, en términos de la cuestión de clase más militante: yo milité durante mucho tiempo en Silbando Bembas, sigo teniendo un contacto muy estrecho con mis compañeros, yendo a conflictos obreros con ellos durante muchos años, siempre era algo que… bueno, desde ya que lo que es militancia fabril en el cordón industrial bonaerense son actividades fuertemente masculinizadas, contextos muy de chabones, y algo que siempre nos generaba preguntas de cómo intervenir, cómo incorporarlo a los materiales, se ve un poco en La Sesenta (una peli en la que yo trabajé también). Estaba el tema de cómo interrogar el lugar de las llamadas comisiones de mujeres, qué rol cumplen las mujeres de los trabajadores en lucha en esos conflictos, cómo a veces esa comisiones reproducen los lugares de la división sexual del trabajo. Y muchas veces son las mujeres las que vuelven a hacer las tareas de cocina, cuidado, etcétera, al calor de una lucha; muchas veces se reproducía eso, y pensábamos cómo hackearlo a través de proyecciones, debates, cosas que se hacían en los acampes. Era algo que nos sensibilizaba, y muchas veces no encontrábamos la grieta para plantear esas discusiones, pero nos generaba preguntas e interesaba conversar.
Entonces, yo hacía tiempo venía teniendo esas reflexiones en relación al lugar de las mujeres que acompañan en conflictos sindicales mayormente masculinos, y de repente estuve más o menos seis meses encontrándome con una serie de materiales de archivo, si se quiere familiares. Ahí es donde, por suerte, en mi familia está un poco cruzado. Mi papá es cineasta también, ha dirigido pelis y ha sido jefe de producción de documentales gran parte de su vida, entonces un poco siempre conviví con la pulsión de trabajar en el cine con la realidad, o siempre supe que era una posibilidad desde muy chica. Y mi casa siempre estuvo llena de materiales de archivo: estos de nuestra propia vida, que aparecen en todas mis pelis, que son los VHS de cuando éramos chicas, conviviendo con otros materiales que por ahí filmaba mi papá a manera de investigación para proyectos que quedaban inconclusos, o proyectos de trabajos que quedaba material sobrante. Entonces en casa siempre convivieron los distintos tipos de materiales. Algo que yo encontré en algún momento de 2018 fue un VHS donde estaba conservada una lata de 16mm que mi papá había filmado en Los Antiguos, un pueblo en Santa Cruz, después de la erupción de un volcán. Parte de ese material hoy en día forma parte de Río Turbio, pero en ese momento me resultó fascinante porque estaba muy destruido. Ya el 16mm tenía muchos problemas técnicos de veladura y demás, y además estaba conservado en un VHS, entonces tenía una doble capa de destrucción de la materia cinematográfica (se ríe). Además era mudo, porque el sonido estaba grabado aparte y no lo habían conservado. Era un material muy interesante: se veían mayormente trabajadores de Los Antiguos, que en su mayoría eran peones rurales de estancias. Lo vi, escribí como una suerte de poema/desglose-de-material mientras lo veía, y terminé preguntándome dónde estaban las mujeres en ese material. Esa fue la primera pregunta que yo me hice, y después lo abandoné.
Después me fui encontrando con otra serie de materiales, medio casualmente: una fue la foto de la abuela con la escopeta que se ve en la peli, que es una foto que mi papá me pidió que la escaneara para hacer una copia más grande, porque era muy chiquita. Mi escáner se rompió y empezó a escanearla mal, y yo guardé las imágenes rotas que se generaron. Varios meses después me encontré un libro de geología del subsuelo que tenía unas ilustraciones que me habían parecido muy interesantes (entre otras cosas, en algún momento de mi vida pensé en ser bióloga, o geógrafa, entonces tengo una relación muy cercana con los libros científicos, me gustan mucho), y un tiempo después me encontré un VHS que era de unas vacaciones en Río Turbio de cuando yo tenía 5 años. Y ahí, en esas imágenes, encuentro, en movimiento, al hijo de uno de los mejores amigos de mi papá de Río Turbio, que había abusado sexualmente de mí cuando yo tenía 7 años. Yo eso no se lo había contado a nadie. Para mí fue muy loco verlo en movimiento, porque es una persona que cuando yo era adolescente se suicidó. Eso me terminó de generar muchas preguntas, y se me empezó a atar todo: ese material, con el libro, con la foto, con lo que había filmado mi papá, con toda esa suerte de materiales fragmentarios, que además estaban casi todos o rotos, o sin sonido, o incompletos; contenían en sí mismos el error, el ruido, el silencio.
Entonces la peli empezó a partir de esos materiales, y eso me llevó rápidamente a tomar esas inquietudes que en algún momento me habían surgido en la militancia cercana a los conflictos obreros, que tenía que ver con pensar un poco la estructura social y pensar un poco el lugar de las mujeres en ciertas luchas. Y pensar en relación a lo que a mí me había pasado, a la violencia que yo había sufrido, empezar a buscar causas estructurales; cómo desentramar las pequeñeces del capitalismo patriarcal extractivista en territorios como Río Turbio.
Ahí empecé a hablar a la distancia con mi tía, que también es activista docente y feminista en Río Turbio. Arrancó como una serie de intercambios por WhatsApp, y varios de ellos fueron incorporados a la peli también como forma de narrar. Y un poco la exploración fue esa: trabajar sobre los materiales de archivo y trabajar sobre el territorio, ir a recuperar las voces, los relatos, las experiencias de un grupo de mujeres que venía de dar una lucha muy grande el año anterior: en 2018 hubo una oleada muy grande de despidos en la mina y dieron una lucha que duró muchos meses de acampe, corte de ruta, entre otras cosas; una experiencia muy cercana que les había implicado la posibilidad de alzar la voz por primera vez en un espacio donde mayormente están relegadas a un segundo plano. Además, había confluido ese año con la casi conquista del aborto legal, entonces había habido una confluencia súper interesante, y quizás hasta medio única, en Río Turbio, entre un incipiente movimiento feminista y el histórico movimiento minero de la zona. Todo eso empezó a cargar un poco la peli, que en cierta manera intenta pensar en esas historias como inscriptas en el territorio. Por eso no trabaja con personajes que vemos y seguimos en pantalla, que podemos individualizar, sino que trata de construir una voz más colectiva de las mujeres que habitan y resisten en ese territorio y, a la vez que colectiva, transhistórica: todo el tiempo está puesta sobre la mesa la relación dialéctica entre pasado y presente.
[En cuanto a la] forma particular de la película: en el momento estuvo muy atravesada por las condiciones de producción, porque la hice con un fondo que me obligaba a hacer cosas muy rápido: en cinco meses ya tenía un primer corte de la peli, lo cual es rapidísimo. Fue una película que se filmó sin guion, y conmigo muy atravesada por las emociones que me implicaba estar trabajando en función a un punto de partida del dolor, de contarle por primera vez la situación de abuso a mi familia y a un montón de gente cercana, y de volver al pueblo, que no quise volver desde los 16 años. Entonces es una peli muy atravesada por la subjetividad que hablábamos antes, por un estado de la mente muy particular en ese momento, muy atravesada por las emociones. Sin embargo, a la vez, es una película muy materialista, en el sentido marxista; muy materialista dialéctica, desde la forma de tratar los materiales, de montarlos, de construir sentido poniendo una cosa al lado de la otra y generando conflictos. Muy material también a la hora de cómo se apropia de los materiales de archivo, e incluso de cómo filma el territorio, las texturas, de cómo graba los sonidos —como que va muy a que uno sienta la textura de ese lugar, la materialidad, de qué está hecho ese territorio. Hay algo de ir a la sustancia del cine y del territorio en términos económico-político-geológicos. Y, con el tiempo, como fue todo tan rápido, está ligado al orden de la intuición y al orden de la emoción que yo estaba sintiendo en ese momento, una emoción áspera, dura. Y la peli tiene esa misma materialidad: es como un pedazo de carbón que te tiran a la cara, no es una película fácil de acceder, si no querés acceder no vas a acceder; es una película que te pide que estés todo el tiempo intentando entrar y, si no entrás, te quedás afuera. Es medio lo que pasa con la mina, lo que nos pasa a nosotras como mujeres con la mina, pero también propone que siempre hay una posibilidad de hackear eso. Así como cuenta brevemente la situación de Carla, que es la primera mujer minera trans, o cómo va contando la organización colectiva de las mujeres, que incluso empieza a desmitificar el mito (que muchas ya entraron, que una entró disfrazada, etcétera)… bueno, la peli va contando que siempre es posible hackear esa dureza, y de a poquito se va liberando un poco de sus durezas, y permitiendo esos momentos de incluso hasta cierto humor, como con la aparición de las peñas nacionales del carbón; momentos donde se van permitiendo otros destellos.
Y me di cuenta de que la película tiene algo de que estar en el mundo y ser una mujer, y ser una mujer trabajadora, es una experiencia que duele, que está fragmentada, herida, y que a veces hay que estar hilando muy fino, y que parte del cine —o la tarea que a mí me importa del cine— es eso: hilar fragmentos de experiencia y tratar de darles un sentido a través del montaje, que rescate esos fragmentos, que les dé un sentido global y ponga esas experiencias subjetivas o independientes o colectivas, pero pequeñas, en relación a un contexto mayor, y que esas pequeñas historias y relatos iluminen reflexiones o preguntas en relación a lo histórico, lo político.
Mencionabas la dimensión sensorial de la película, la proyección de los estados de consciencia; ¿podés contarme cómo fue el proceso material de, junto con el equipo de producción, conseguir esas texturas o esas sensaciones que buscabas? ¿Qué fue mentado y qué fue producto de las contingencias y la inmediatez?
Eso fue muy divertido. A pesar de que fue una película muy de remover emociones y encontrarse con historias muy fuertes, a la vez fue muy divertida de hacer, como hecha de la mano de la curiosidad, y de siempre indagar formalmente una cosa más (“a ver, de qué otra forma podemos contar esto”, “cómo más podemos generar una imagen o un sonido que hable de esto”). Para mí eso fue muy divertido, paradójicamente. Yo me considero bastante nerd, y todo mi grupo de trabajo es bastante nerd y comprometido, curioso y obsesionado con su trabajo, con sus tareas, sus oficios. Entonces toda esa indagación formal, en el caso de Río Turbio, fue producto de un trabajo colectivo muy desde cero, porque cuando yo empecé a escribir apenas [tenía] unas ideas. Es una peli que no tuvo guion, tuvo apenas unas cinco páginas de escritura muy deforme y muy poética, y con eso fuimos a filmar. Pero desde el primer momento trabajamos conjuntamente con todo el equipo: con Juli Galay, que es el editor de sonido… bueno, la foto de la peli la hice yo, pero también con Manu Embalse, que fue mi asistente a lo largo de todo el proceso, con Sebastián Zanzottera, que fue el montajista… Incluso la gente que trabajó en posproducción entró a la película en el momento cero; estuvimos charlando de cómo hablar del silencio en un pueblo minero, en relación a cómo romper el silencio. El intercambio fue constante, de mucho compromiso y muchas ideas, y tiendo a pensar que varias personas en grupo piensan mejor que una sola, entonces mucho se lo debo a eso.
El trabajo con Juli en sonido empezó muy desde cero, porque todos estos materiales de archivo con los que yo empecé a trabajar antes de ir a filmar eran mudos, entonces yo le dije: “Bueno, tenemos que pensar cómo suena esto, y lo único que por ahora se me viene a la cabeza es el viento patagónico”. Entonces lo primero que apareció fue el viento. Y de todo un momento de indagaciones que hicimos en relación al viento pasamos a la conclusión de que el viento, en realidad, era algo que no se podía grabar, que era una fuerza y que lo que podíamos grabar no era el sonido puro, elemental, del viento, sino sus resonancias sobre las distintas materialidades que componen un paisaje. Y la película fue construida, pensada y conceptualizada desde esa idea de lo que no se puede grabar, lo que no se puede decir, el lugar al que no se puede entrar; todas estas prohibiciones, eso que no podía decirle a mi familia, ese sonido que es del ambiente pero no podemos grabar, la fuerza que lo genera, todas las rupturas que había en los materiales de archivo originales, todos esos errores, los píxeles, los rayones, las veladuras, todas las fallas del material.
Yo en ese momento escribí una frase que era “todo error es amigo”, y eso nos guió mucho. A partir de esa indagación inicial con Juli, o de esas conclusiones, empezamos a inventar dispositivos para capturar el viento, para decirlo de una manera, y empezamos a hacer experimentos del orden de lo científico, con micros de contacto congelándolos adentro de cubitos de hielo y viendo qué pasaba cuando poníamos eso a grabar, o tocábamos el hielo, o se iba derritiendo. O empezamos a hacer experimentos con cuerdas de goma, que las poníamos en terrazas y les conectábamos micrófonos, y empezábamos a ver qué se generaba con distintos tipos de cuerda, con distintos grosores, cómo respondían al viento. A partir de eso, Juli fue sacando sus conclusiones, y fuimos construyendo toda una serie de dispositivos, en general con micrófonos fabricados artesanalmente por nosotros, por Juli, como estos micrófonos de contacto, o micrófonos electromagnéticos, que también sabíamos que iban a servir en relación a que la película iba a recuperar la experiencia de lo radial, o que íbamos a estar todo el tiempo en contacto con artefactos industriales que generan frecuencia. Entonces todo lo que se escucha a nivel sonoro, y que me parece algo interesante de la película, justamente en relación a su materialismo incluso, son sus grabaciones de campo hechas en Río Turbio. Por más extraño y enrarecido que a veces sea el sonido de la película, es un sonido que está íntegramente grabado en el territorio, solo que auscultándolo a escalas más microscópicas, o con frecuencias que no son las que escuchamos con los micrófonos estándar que se usan en cine. O sí se usan otros micros en cine, pero no como la hegemonía de lo que se escucha bien. Y eso fue una prueba constante: cualquier lugar al que llegábamos era “bueno, a ver, qué está sonando bajo esta capa de hielo, atrás de esta máquina”. Eso fue muy interesante.
A nivel visual, por un lado estaba la incorporación de este material de archivo desde el comienzo, y de pensar el material de archivo como, justamente, una sustancia, una manera de pensar en todas esas capas geológicas de cada formato. Hay 16mm, hay VHS, hay Super-8, hay foto fija, hay video de celular, hay MiniDV, hay 4K, hay casi una historia de los formatos de video, y creo que está muy anclado a momentos históricos precisos que se ponen en diálogo en la película en relación a contar cómo a lo largo del tiempo la opresión de clase, la opresión de género, la destrucción de la naturaleza han sido una constante sobre el territorio. Y de alguna manera la película trabaja inductivamente sobre eso, al representarlo a través de todos los formatos que de alguna manera historizan la imagen en términos técnicos.
También fue importante el trabajo con mi hermana, Sofía, como diseñadora gráfica de la peli, porque la peli tiene una dimensión de diseño gráfico, de tratamiento de material gráfico. Pero para mí era muy importante esta idea de lo turbio, de cierta opacidad, y de contraponerla a… Porque para mí es un problema del cine (o de la imagen, si se quiere) contemporáneo, esta idea de lo 4K, de lo 8K, como que cada vez la imagen tiene que tener más definición, como si más definición significara más verdad. Hay algo ahí que para mí es problemático. Como si ver con más detalle, bajo esa lógica, nos permitiera ver esa verdad que se supone que habría en ver más de cerca la piel de la gente en una película. Para mí es al revés, a mí me interesaba contraponer un poco, al material 4K, otros materiales que tuvieran otras roturas, otras opacidades, otros pliegues, otras posibilidades de sentido. Incluso usar el 4K que hay en la película de una forma más plástica, más cercana a las artes visuales; estar todo el tiempo en el límite con la abstracción, concentrada en la materia con la que están hechas las cosas. Quizás llega más a su extremo en una escena que a mí me encanta, y que no filmé yo, porque es adentro de la mina, que es esa escena en la que vemos volar el polvo subterráneo, donde llega a un nivel de abstracción absoluta; estar adentro de esa marea de polvo que, básicamente, es lo que respiran los trabajadores en esas condiciones todos los días. Pero ese límite entre dar cuenta de un territorio e ir hasta el último detalle de lo que está hecho, pero de una forma que a la vez genere preguntas, es algo que para mí, a la hora de construir la imagen, fue súper importante.
En relación al territorio y la historia, y tomando en cuenta tu experiencia en la UNA que antes mencionabas, ¿qué lugar creés que se le da al cine, o qué forma de entenderlo, hacerlo y enseñarlo prima en las universidades en torno a la territorialidad nacional, y cómo eso mella en las generaciones de cineastas?
Dentro de lo que es la propia educación pública de cine yo estudié en un lugar, quizás, de los más relegados, o puestos fuera del centro de la escena, entonces tengo una relación un poco complicada con mi propia educación universitaria cinematográfica. La carrera de la UNA es muy joven: cuando yo ingresé, en 2008, tenía más o menos cuatro años. Es una carrera fuertemente desfinanciada, en una universidad donde, por ejemplo, los concursos docentes son nulos, entonces no hay ningún tipo de garantía en relación a qué tipo de proyectos pedagógicos hay. Es un lugar extraño. Entonces, a nivel estrictamente académico mi experiencia universitaria es rara, medio deforme. Sí tuve grandes docentes en materias más teóricas, o históricas, que siento que para mí fueron muy importantes, muy formadoras; era gente con una perspectiva interesante a la hora de pensar históricamente el cine, de cuestionarlo, de pensar sus vínculos con lo real. Para mí fue súper interesante eso. Pero, en lo que eran las materias prácticas, por un lado [había problemas en] lo relacionado a las condiciones materiales, ya que es una universidad completamente desfinanciada, y el cine necesita de ciertos recursos. [Y eso va] de la mano de que las cátedras de las materias más prácticas quizás están a cargo de docentes que vienen de universos muy clásicos. Hay algo que para mí pasa en el cine nacional que es esta idea de industria que, para mí, es en falso. Porque ¿cuántas películas realmente industriales se hacen en Argentina por año? Poquísimas, y producidas por las mismas productoras. Pero es algo que creo que reproducen las escuelas, y me parece medio absurdo. Quizás entiendo que lo reproduzca la ENERC, que es una escuela que, aún siendo estatal, tiene una cantidad de recursos determinados, pero lo reproducen también instituciones como la UNA, que tiene que ver cómo intentar hacer un cine con una perspectiva de organización discursiva, industrial, cuando en realidad no tiene ni el más mínimo recurso para alcanzar de ninguna manera esas lógicas de producción, incluso si las eligieras. A mí particularmente no me interesan, pero entiendo que hay personas que sí. Y la formación que tuve, y que creo que mucha gente tiene en muchas escuelas de cine, es una forma pedagógica que tiende a ese cine industrialista, a un cine de ficción con equipos de producción muy grandes, con requerimientos técnicos muy elevados, al que nunca vas a llegar. Y eso se terminó volviendo algo medio frustrante.
Hasta que en algún momento, en 2010, hubo una gran oleada de tomas universitarias y secundarias, un gran momento de movilización estudiantil, y de alguna manera… Particularmente la toma de la UNA fue muy extensa, estuvimos de septiembre a diciembre con todas las sedes tomadas y el rectorado tomado. Para mí eso fue medio un quiebre en mi vida, donde conocí, por ejemplo, a toda la gente con la que hoy filmo, a todxs lxs que conformamos Antes Muerto Cine, y que nos conocimos en ese contexto de tomas, asamblea y marchas. Y también, en ese momento, por la contingencia y las necesidades más urgentes agarramos la cámara para filmar esa realidad inmediata. Eso me terminó mostrando que podía hacer algo que no me estaban enseñando a nivel académico, que tenía que ver con trabajar con la realidad como materia prima, con trabajar con recursos técnicos más limitados, y aprovecharlos a favor. Pensar otras formas de hacer un cine de una manera más artesanal, más íntima, y con un lazo político más fuerte y más consciente con lo real. Para mí eso fue bastante clave, me cambió y permitió que todo lo que hice después sucediera. De hecho, no terminé la carrera (se ríe). Pero bueno, también creo que hay cosas, como antes hablabas de lo territorial, que de repente y con todas las limitaciones… Digo, partamos desde la base que cualquier carrera universitaria es excluyente en términos de clase, pero así y todo creo que hay experiencias que están buenas y un poco hay que defender, como por ejemplo esto de que se abrieron sedes de la ENERC en distintas partes del país, y que, según tengo entendido por amigxs que dan clase, están un poco en peligro por el ajuste del instituto de cine. Creo que son cosas interesantes. Mismo lo que decía antes: cómo, de a poquito, también van tomando lugar pelis de cineastas con experiencias quizás más cercanas a la mía, más cercanas a estar formadas en universidades públicas, que es un lugar donde, de alguna manera, las contradicciones están más a flor de piel que cuando te formás en una institución privada. En una institución pública estás todo el tiempo en ese debate con el Estado, en compartir con compañerxs que vienen de contextos muy diferentes, y eso habilita una cantidad de discusiones… Son espacios donde hay militancia, es muy distinto. Como hablábamos antes de las experiencias de Córdoba, a mí me parece muy interesante lo que se armó en relación a que exista una carrera de cine pública y un circuito de salas, un espacio como el Cineclub Municipal “Hugo del Carril”, con una pequeña camada de críticos jóvenes alrededor. Todo eso se vuelve un ecosistema mucho más interesante que el que había, quizás, en CABA hasta hace unos años, que era como un nicho entre la FUC y el BAFICI, o una cosa por el estilo. También está formada en la UNA alguien que además es mi amiga, pero que me parece una gran cineasta, y que también implica un corrimiento de esta lógica porteña, que es Clarisa Navas. Me parece que son todas experiencias muy lindas. Pero sigo sintiendo que el cine nacional, o lo que es visto como cine nacional, o la construcción de lo que es cine nacional, sigue siendo una visión súper porteñocéntrica, de clase media alta, y está bueno pensar cómo empezar a subvertir eso.
Cuando hablabas de intimidad en tu cine, que es algo bastante presente, pensaba en preguntarte cómo fue la construcción de esa intimidad en Caperucita roja a partir de tu abuela, vista quizás como una celebración de lo cotidiano.
Algo que a mí me interesaba mucho antes de empezar a filmar era pensar en el taller donde mi abuela se formó como costurera, en un pueblo en España en los años 30-40. Pensaba en esos espacios de hace casi un siglo, que eran espacios a los que las mujeres estaban, en algún punto, sentenciadas: ser costurera era algo que estaba habilitado dentro de lo que era ser mujer en 1930. Pero me interesaba pensar esos espacios de cierta intimidad a la que estaban relegadas, esa cosa del ser-de-su-casa, como un espacio donde, por lo bajo, también se tejía cierta resistencia. A fin de cuentas era un espacio que era de los pocos que tenían habilitados para formarse, sobre todo mujeres de clase trabajadora. Porque en esa época obvio que otras clases sociales tenían otras posibilidades académicas, pero no en la clase social a la que mi abuela pertenecía. Y algo que me interesaba de esa intimidad era que se trataba de un lugar en el que estaban aprendiendo un oficio, un lugar exclusivamente de mujeres, pero esa exclusividad era también la oportunidad de una experiencia colectiva entre mujeres, un espacio donde también circulaba la resistencia, aunque fuera al nivel más íntimo, aunque sea algo que hoy podemos decir sororidad, poder hablar de lo que le pasó a tu amiga, tu compañera del taller. Mi abuela cuenta un montón de experiencias —que algunas no están dentro de la peli hoy en día— que tenían que ver con situaciones de violencia de género que sufrían sus propias compañeras, y cómo ellas también se organizaban a pequeña escala para… No sé, mi abuela cuenta cómo una vez fue y le pegaron al tío de una que le había pegado; ese tipo de experiencias me parecen muy valiosas. Entonces había algo de ese doble sentido, del encierro, y del encierro como posibilidad de tejer algo por debajo, que a mí me interesaba recuperar en la peli, cómo pensarnos en esa intimidad, y en esa idea de la casa encerrada, de la casa como espacio de la mujer, retomando una película que estuvo dando vueltas en ese momento, aunque es muy distinta, que es Jeanne Dielman, de Chantal Akerman. Pensar en esa casa como un espacio opresivo, pero donde toda opresión tiene su vector de salida, su posibilidad de construir resistencia y escapar. Así que eso fue como una claridad que tuve desde el principio, querer que la película transcurriera casi enteramente adentro del departamento, y que solo se saliera a través del recuerdo, o del sueño, o de… bueno, ya en términos materiales, cuando nosotras salimos a la marcha, esa relación adentro-afuera. Para consolidar esa intimidad lo que se necesitó fue tiempo, que últimamente pienso, cada vez más, que es la materia prima del cine; son imágenes y sonidos, pero siempre en función de un tiempo, y trato de pensar la parte de atrás, cómo el uso del tiempo, o las diferentes formas de uso del tiempo prefiguran distintas ideas de cine: cómo planeás ese rodaje, el montaje, cómo usás el tiempo a la hora de filmar o editar. Eso va prefigurando la película, va dándole forma a los materiales y a la película, de formas diferentes.
Lo que hicimos fue pasar mucho tiempo con mi abuela. Fueron casi dos años, con un equipo muy chiquito, porque en rodaje éramos solamente Joaquín y yo —Joaquín Maito, que es el director de fotografía de la peli, parte de Antes Muerto Cine y que, hasta entonces, era mi compañero, entonces mi abuela tenía un vínculo con él, y eso habilitaba una intimidad. Después, el sonido de la peli lo hice yo, porque las veces que intentamos llevar sonidistas era inviable; había algo de esa intimidad que había que atesorar y proteger en la película, que se rompía. Así que, básicamente, fueron dos años filmando, a veces yendo tres veces por semana; íbamos con Joaquín y nos quedábamos de 10 de la mañana a 8 de la noche ahí adentro, filmando con ella. O a veces era solo a pasar el tiempo, y si no pasaba nada que nos interesara filmar, nos quedábamos igual. Ese manejo más artesanal del tiempo. O pensar el cine como una forma de habitar un espacio y de habitar un vínculo, que no es siempre con la cámara prendida o la grabadora de sonido prendida, sino también el estar y el observar y el escuchar. Fue mucho de eso, de respetar esos tiempos y no ir a filmar con una lógica extractiva para con mi abuela como personaje. No nos poníamos objetivos de “bueno, hoy necesitamos que hable de esto”. No, lo que hacíamos era generar un ambiente y un espacio que habilitara conversaciones, y en todo caso guiarlas, pero tratar de ver qué nos proponía ella, y en todo caso lo que hacíamos era llevar una propuesta, que capaz era ver una telenovela, o iba mi hermana y cantábamos, o llevar una visita, pero siempre más indirectamente. Generar estímulos que permitieran que ella se abriera a sus propios estímulos, a su propia necesidad, a sus propias ganas. Y después estuvimos editando como dos años más, con Josefina Llobet, que es la editora, también en un plan de respetar nuestros propios tiempos y los tiempos del material a la hora de ir tejiendo muy minuciosamente ese proceso de intimidad y de diálogo.
¿Podrías contarme de tu próxima película, que algo dijiste y quedó medio en suspenso…?
Estoy haciendo una película, hace ya un montón de años en realidad. Empezamos a filmarla en 2017. Ahora me doy cuenta que ya van cuatro años. Parte de lo que decía en relación a respetar los tiempos, y a pensar el tiempo como la materia prima del cine, y como una forma de habitar, para mí tiene que ver con no apurar los procesos que a veces, en relación a los fondos, en relación a los laboratorios, a los subsidios, a los festivales… todo un sistema que, por un lado, motoriza que las películas se puedan exhibir y realizar, pero por otro formatea, presiona. Entonces es siempre estar manejando ese equilibrio. En lo particular, esta peli se fue posponiendo. Yo vivo en Lomas del Mirador, en zona oeste, y es una peli sobre el cruce entre Emilio Castro y General Paz, que es donde la policía asesinó y desapareció a Luciano Arruga, y donde todos los años parte la marcha por justicia por Luciano Arruga y por todas las víctimas de gatillo fácil. Es una película que, por lo pronto, lleva el nombre Todo documento de civilización, en relación a la frase de Walter Benjamin “Todo documento de civilización es, a su vez, un documento de barbarie”. Porque, cuando aparece el cuerpo de Luciano Arruga enterrado como NN en el Cementerio de Chacarita, yo no tenía noción de que había sido acá tan cerca de mi casa, porque yo no vivía acá todavía. Me resultó muy loco cuando prendí la tele y vi que el lugar en donde se había perdido el rastro del cuerpo de Luciano era en ese cruce de avenidas. Hoy en día vivo en la que era la casa de mi abuela, a tres cuadras del cruce; para mí fue muy fuerte saber que en el lugar donde siempre me bajaba del colectivo para ir a visitar a mi abuela, que era un espacio de tránsito cotidiano, había sucedido una desaparición forzada en democracia. Me empezó a generar un montón de preguntas en torno a la naturalización y la hipernormalización, y el circular por una ciudad que lleva, justamente, impresas las marcas de la violencia capitalista y racista. La peli tiene un poco que ver con ese espacio, más que sobre el caso (sobre el que ya hay una película). Es sobre el paisaje urbano y cómo naturalizamos esas marcas.
Notas:
1 Hace referencia al INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). [N. de los E.]
2 Las siglas OTT refieren a “Over-The-Top”. “Over-the-top media services” el nombre que llevan en inglés las plataformas que transmiten contenidos de audio o video a través de Internet sin la implicación de los operadores tradicionales de control o distribución. [N. de los E.]
3 Los films en cuestión son Adiós a la memoria (Nicolás Prividera, 2020), El silencio es un cuerpo que cae (Agustina Comedi, 2017) y Esquirlas (Natalia Garayalde, 2020). [N. de los E.]
4 La FUC (siglas de Fundación Universidad del Cine) es una institución educativa de gestión privada, con sede en Buenos Aires, fundada en 1991 por el cineasta Manuel Antin. [N. de los E.]
5 La UNA, o Universidad Nacional de las Artes, es una institución pública dependiente de Nación, entre cuyas carreras se cuenta una Licenciatura en Artes Audiovisuales. La UNC es la Universidad Nacional de Córdoba. [N. de los E.]
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