Dar a ver lo invisible: vidas precarizadas y trabajo informal en “Parapalos” y “Cuerpo de letra”

Durante buena parte del corto tiempo de existencia del cine —apenas un siglo y unas décadas—, el trabajo en sí mismo fue mayormente despreciado o dejado de lado en la pantalla. No es que no existan personajes calificados como trabajadores, sino que por lo general las películas comienzan allí donde el trabajo termina. Negado, idealizado, resumido o en fuera de campo, el proceso de trabajo en su materialidad efectiva no fue considerado un eje atractivo para la narración hegemónica. Dice Harun Farocki al respecto: 

La primera cámara de la historia del cine enfocó una fábrica, pero después de cien años se puede decir que la fábrica como tal ha atraído poco al cine, más bien la sensación que ha producido es de rechazo. El cine sobre el trabajo o el trabajador no se ha constituido en un género central, y el espacio frente a la fábrica quedó relegado a un lugar secundario. La mayoría de las películas narran aquella parte de la vida que está después del trabajo.(1)

El texto de Farocki y la película homónima a la que está estrechamente ligado(2) datan de mediados de los años noventa. En esa instancia de la interrogación del cineasta y ensayista turco-alemán sobre el vínculo histórico entre cine y trabajo durante el siglo XX, la fábrica asume una doble preeminencia como espacio concreto de trabajo y como modelo general de un régimen de sujeción fordista de la producción. Desde entonces, la avanzada del neoliberalismo, la hegemonía del capital financiero, los procesos de deslocalización y tercerización en un escenario geopolítico internacional enteramente globalizado, la implementación del toyotismo como técnica y forma de gestión de las relaciones laborales, la llegada de la revolución digital, el despegue de formas de trabajo autónomo hiperprecarizado vía apps y plataformas, la confusión cada vez mayor entre tiempo de trabajo y tiempo de vida, las modalidades de empleo remoto llevadas hasta el extremo en tiempos de pandemia, entre otros tantos factores, supusieron una mutación formidable en la composición actual de la fuerza de trabajo capitalista, así como una enorme diversificación que corre en paralelo con su fragmentación y con el retroceso de la centralidad que tenía otrora la disciplina fabril. En cualquier caso, esta caracterización acerca de lo que el cine como el arte por antonomasia de su siglo dijo y mostró acerca del mundo del trabajo permanece válida en términos generales como línea de fuerza dominante para el cine clásico, pero también para el cine moderno e incluso para buena parte del contemporáneo (las excepciones confirman la regla). No obstante, Farocki no fue ciego ni ajeno a tales transformaciones. Desde 2011 hasta su temprana muerte en 2014, desarrolló junto con su colega Antje Ehmann un proyecto colectivo llamado Labor in a Single Shot, una serie de breves películas surgidas en talleres itinerantes a lo largo y ancho de distintas ciudades del mundo cuya idea rectora consistía precisamente en filmar el trabajo en una sola toma, en un gesto que se vale del retorno a la potencia documental del encuadre de los hermanos Lumière para interrogar mejor —sin dogmatismos ni preconceptos clásicos acerca de la figura del obrero— la singularidad del presente.(3) 

¿Acaso todos esos desplazamientos mencionados en torno al trabajo tuvieron como correlato un cambio en la manera en que el cine le hace frente? ¿Se podría pensar que hay actualmente una contratendencia, un crecimiento del interés por incorporar la realidad voluble del trabajo como elemento en las narraciones? Para el caso del cine argentino, efectivamente, podríamos armar un corpus de películas desde mediados de los años 90 en adelante en donde el trabajo como tal adquiere cierto protagonismo: Mundo grúa (Pablo Trapero, 1999), La libertad (Lisandro Alonso, 2001), Los guantes mágicos (Martín Rejtman, 2003), El custodio (Rodrigo Moreno, 2005), Criada (Matías Herrera Córdoba, 2009), Mauro (Hernán Rosselli, 2014), Réimon (Rodrigo Moreno, 2014), Raídos (Diego Marcone, 2016),  Los globos (Mariano González, 2016), Planta permanente (Ezequiel Radusky, 2019), Reloj, soledad (César González, 2021), entre otras. ¿Quiénes se ocuparon de filmar en Argentina en lo que va del siglo XXI los efectos devastadores del neoliberalismo en el mundo del trabajo, tales como la flexibilización laboral, la avanzada contra la organización sindical, la fragmentación de la clase trabajadora, la retórica empresarial que permea y enmascara las relaciones de clase, los efectos disciplinadores de las crisis?

Como una reelaboración de la vieja problemática marxista del fetichismo de la mercancía en una forma renovada y acorde a la incipiente actualidad del siglo XXI y a las mutaciones en las dinámicas del capitalismo y la composición de la fuerza de trabajo a lo largo de las últimas décadas, Parapalos (Ana Poliak, 2004) y Cuerpo de letra (Julián d’Angiolillo, 2015) eligen posar su mirada sobre el aspecto subjetivo —la pena y la fatiga— del trabajo vivo, tanto material como inmaterial, manual e intelectual. En ambos casos, no se trata de la producción de un bien de consumo o de una mercancía en tanto objeto material externo listo para circular en el mercado, sino de una acción o del ofrecimiento de un servicio: pintar publicidades de diversa índole en las paredes —sobre todo, pintadas políticas tercerizadas— y parar palos en una cancha de bowling. En Cuerpo de letra, la acción comunicativa tiene un carácter poiético en la medida en que las pintadas son separables del acto de su producción, tienen una existencia material objetiva independiente: están ahí a la vista en espacios abiertos, dispuestas ante la mirada consciente e inconsciente de todas las personas que circulan por las autopistas (aunque su existencia sea efímera debido a la disputa territorial por la colonización del espacio visible). En Parapalos, la posibilidad de que el juego recomience es inseparable de una acción o performance de manipulación y disposición de objetos preexistentes que se repite indefinidamente: parar los palos, lanzar las bochas. 

Ambas películas ponen el foco en personas o personajes de estratos populares y comparten la voluntad de poner en el centro de la escena la materialidad de un proceso y un tiempo de trabajo que permanecen habitualmente fuera de campo, orientando la atención hacia algo que queda normalmente oculto y no tematizado, pero que opera sin embargo como condición de posibilidad de la existencia real de los entornos sociales que transitamos o habitamos cotidianamente. En suma, un mismo gesto de desnaturalización comanda la reconfiguración del mundo sensible que ponen en acto, permitiendo hacer visible lo invisible: las condiciones precarias y la informalidad de determinados micromundos laborales en tiempos de neoliberalismo (aunque se trate de ocupaciones muy disímiles entre sí). En ninguna de las dos emerge un sujeto político en sentido estricto. No hay poder de impugnación ni horizonte alternativo posible. Expresan más bien situaciones defensivas en contextos de avanzada neoliberal generalizada sobre las condiciones de vida y trabajo en los que la imaginación política y la eficacia histórica de la lucha de clases sufrieron un enorme retroceso. Son formas de vida precarizadas que se las ingenian con modestia para hacer frente a un mundo hostil (con modalidades diferentes en cada caso). 

A su vez, refieren a dos momentos históricos diferentes: Parapalos vio la luz en 2004 —y paradójicamente, pese a haber ganado la Competencia Argentina del BAFICI y haber cosechado bastantes elogios de la crítica, permaneció sin estreno comercial ¡hasta el 2012!— y es inseparable de la crisis del 2001, mientras que Cuerpo de letra es del 2015 y da cuenta del campo de batalla de la política en la contienda de las elecciones legislativas de 2013. Las coordenadas estéticas de las dos películas apuestan por permitir la infiltración del orden de lo real y el peso de lo histórico-social en sus tramas narrativas, configurándose en parte también como apuntes sobre los efectos sociales, económicos y políticos de su época. Hay en ambas una mixtura de lo ficcional y lo documental (aunque en proporciones inversas: en Cuerpo de letra, lo documental sobrepuja a lo ficcional, mientras que en Parapalos sucede al revés), así como una posición un tanto singular y excéntrica en relación con los modos de figuración predominantemente realistas (con fugas hacia lo experimental en Cuerpo de letra e irrupciones de los repliegues de la subjetividad en Parapalos). 

Finalmente, sus directores permanecieron relativamente alejados del estruendo crítico, institucional y mediático otrora conocido como Nuevo Cine Argentino. En el caso de Ana Poliak, quizás porque ella siempre fue una outsider —como sus criaturas— con un espíritu punk difícil de congeniar con la canonización. Filmó poco y no sin dificultades tres largometrajes formidables que tuvieron sin embargo una limitada recepción en su momento, aunque su nombre circula más hoy en día gracias a ciertas retrospectivas recientes y a la Encuesta de cine argentino(4) (y ahora nos tiene en vilo con las noticias sobre su próximo proyecto). En cuanto a Julián d’Angiolillo, sus dos largometrajes hasta la fecha —el otro, Hacerme feriante, es de 2010— son ante todo documentales y es sabido que en general el documental ocupó una posición paralela y subalterna como hijo ilegítimo y bastardo en el marco de un debate hoy ya agotado. Si bien Cuerpo de letra tuvo una acogida favorable en su estreno y una circulación considerablemente amplia, a esa altura el NCA ya estaba en reflujo. Estos breves señalamientos dan cuenta en todo caso de lo aleatorio y arbitrario que fue la atribución (o no) de una relación de filiación con semejante fenómeno, así como del carácter determinante del lobby en la unción de ciertas figuras. 

Parapalos

La captura del grafiti por el marketing político

Las autopistas son casi por definición una especie de no-lugar, un sitio de circulación para automóviles y otros medios de locomoción sobre ruedas que debe ser atravesado para llegar a un destino determinado y no resulta apto para el paso peatonal. En esta monótona geografía urbana de grandes arterias fósiles, las pintadas partidarias inundan muros y paredones como estrategia visual de colonización del espacio y publicidad de los candidatos. Forman parte de un gris entramado de ilegalidades más o menos toleradas. Pero su proceso poiético se sustrae de lo visible para el resto de la sociedad. En efecto, el trabajo detrás de las pintadas políticas rentadas en cuadrillas permanece esquivo en la fenomenología de las personas que viajan, dado que por razones tanto económicas como políticas —ligadas a su organización, eficacia y seguridad—, suele ser ejecutado a contra reloj, en altas horas de la noche y momentos poco transitados (al igual que los afiches pegatinados).

Este tipo de pintadas, omnipresentes en el paisaje metropolitano cotidiano, se integran en un continuum de estímulos visuales fuertemente saturado que resulta muy característico de estos espacios de tránsito, formando así parte de un fondo indiferenciado y pasajero en el que pierden el poder de llamar la atención, destacarse o dejar marcas significativas en la percepción de los sujetos. ¿Podemos medir hoy en día cuál es la eficacia política y electoral de semejantes pintadas, la magnitud de sus efectos? En la mayoría de los casos se reducen, de hecho, a los nombres de los candidatos en letras de un tamaño imponente, mediante un trazo calculado para ser visto a lo lejos y determinados colores que remiten asociativamente a las identidades políticas en juego: fundamentalmente, el amarillo para el PRO y el albiceleste tanto para el peronismo nucleado alrededor del Frente para la Victoria como para la ruptura emergente encarnada por Sergio Massa en ese entonces. ¿Acaso los votos a una fuerza política particular son de alguna manera proporcionales a la porción de lo visible que logró capturar y apropiarse para fines propagandísticos? Nadie cambia su ideología política al ver el nombre de un político famoso escrito en la calle. El copamiento de la superficie visible obra de modo más bien subliminal, en una zona prerreflexiva de la mente, a mitad de camino entre lo consciente y lo inconsciente; por insistencia, repetición y agotamiento, más que por la vehiculización de contenidos ideológicos específicos. En un microclima como el de la militancia universitaria —sobre todo en instituciones históricamente muy politizadas— también proliferan las disputas por colocar afiches y carteleras entre las agrupaciones (muchas veces, en tensión con las autoridades).

Cuerpo de letra se inscribe inmediata y directamente en una coyuntura histórica bien precisa, dibujando los contornos del tablero de la política partidaria y las elecciones legislativas de 2013, antesala de las presidenciales de 2015. Cualquier espectador argentino contemporáneo es capaz de adivinar cuál es el nombre del político famoso que va a ser pintado antes de que todas las letras hayan sido trazadas y remitir ese nombre a una identidad política definida. La película exhibe la disputa por el espacio visible entre tres bloques de poder dominantes, con sus distintivos referentes, tradiciones, logos, marcas, discursos e ideologías: el Frente Renovador encabezado por Massa, el PRO de Mauricio Macri con sus contrapartidas a nivel local, y el peronismo/kirchnerismo con Martín Insaurralde y Daniel Scioli como candidatos. Desde nuestras coordenadas políticas presentes, destaca especialmente el sinuoso recorrido de atracción/rechazo que siguió Massa respecto del núcleo kirchnerista dentro del peronismo.(5)

“Las paredes son la imprenta de los pueblos” —reza el célebre dictum de Rodolfo Walsh—, superficies donde múltiples combates políticos tienen lugar, un palimpsesto al infinito en el que siempre se puede borrar y/o escribir encima; pero también son un espacio plástico de texturas rugosas y signos erosionados en el que relampaguean las aventuras y el sinsentido de la materia y donde se manifiesta la ruina del paso del tiempo. Planos bastante cerrados sobre las paredes nos hacen palpar táctilmente el proceso de trabajo de los pintores: la materialidad del trazo, el cuerpo de letra, la sincronización del movimiento de ambos brazos, el pulso de la mano para sostener la brocha y dibujar una figura. La película recompone esos paisajes urbanos nocturnos en un orden sensible extrañado e incluso alucinatorio en algunos pasajes con derivas formales más bien experimentales, a la vez que teje un entramado narrativo que da cuenta de un proceso de apropiación y captura de saberes populares locales, técnicas y experiencias callejeras —todo un costado artesanal del oficio de los grafiteros—, por parte de los aparatos de propaganda y disputa territorial manejados por los punteros y referentes de los grandes partidos políticos de capital y provincia de Buenos Aires.

Al indagar en los bastidores de las cuadrillas de pintores en la antesala de las elecciones, la película logra registrar el desplazamiento de un arte del grafiti ligado al ocio, el placer, la recreación, la expresión individual o colectiva, la afirmación de pertenencia a una tribu —pequeña comunidad o grupo que comparte unos berretines, una estética y unas formas de ser—, así como su subordinación bajo el marketing político-partidario, donde la actividad de pintar se hace a cambio de una retribución económica en una relación laboral informal, con un objetivo puntual y de corto plazo (obviamente sin aguinaldo, aportes, vacaciones, obra social, posibilidades de sindicalización, etc.). En lugar de seguir las vicisitudes de la conciencia política de un colectivo de militantes autoorganizado, d’Angiolillo decide explorar a conciencia formas de tercerización y precarización de la actividad de propaganda política en trabajadores movidos por una retribución salarial más que por una convicción política. En vez de manifestar una subjetivación política colectiva, el grafiti entra en el reino del espectáculo, deviene objeto de consumo y se acopla en los engranajes propagandísticos de la democracia representativa burguesa. 

En su dimensión documental, la película exhibe la lógica neoliberal de captura del trabajo cognitivo de la propaganda política: se trata de labores cooperativas que suponen capacidades materiales e inmateriales, psíquicas y manuales, que exigen creatividad (la firma del pintor es parte de la pintada, de alguna manera individualiza al autor y cifra allí su impronta personal), flexibilidad y adaptabilidad a condiciones cambiantes (la vulnerabilidad y el peligro de cruzar autopistas surcadas por autos a enorme velocidad por la noche), así como velocidad y eficacia en la ejecución. Hay estímulos a la productividad (el premio como modulación del salario según logros puntuales) y se foguea la competencia entre grupos de cuadrillas que responden a distintos signos políticos.(6) También existen personas encargadas de cazar-talentos, reclutar y seleccionar los perfiles y requisitos que deben cumplir los laburantes para poder integrar las cuadrillas de pintadas políticas. 

La comprimida construcción narrativa en el montaje, las estrategias de puesta en escena y la manera de filmar las pintadas prescindiendo de explicaciones y subrayados —en muchos casos a medio hacer, vistas en planos cerrados muy cercanos que no permiten una lectura total de lo escrito, o con nombres de políticos locales no tan conocidos fuera de ese territorio—, contribuyen a cierta indeterminación y opacidad de algunas zonas del relato, donde no se sabe claramente todo el tiempo quién trabaja para quién. Excepto en el tramo final de inminencia de la veda electoral, que toma la forma de una contienda entre cuadrillas rivales  —momento en que la vinculación partidaria de los grupos se torna significativa y la película se encarga de dejarlo en evidencia—, en general se refuerza el hecho de que los grafiteros están ahí laburando para ganarse el mango y no movidos por convicciones políticas.

Eze, el protagonista, además de ser un buen y ágil dibujante, tiene calle y posee un “capital humano” con todos los rasgos acordes a la tarea (aunque su vinculación con las cuadrillas es, en verdad, una de las premisas ficcionales de la película). Es un tipo de trabajo intersticial, en los lindes de la legalidad, que debe ser ejecutado velozmente. Al ser prácticas toleradas pero ocultas, cualquier demora podría llamar excesivamente la atención. Las cuadrillas se organizan en función de un territorio que deben cubrir. Existe un plan general del recorrido y los sitios donde se van a hacer las pintadas, así como toda una logística que debe desplegarse eficazmente, sin vacilación. Tapar las pintadas previas en las paredes es parte de la labor. A veces, en lugar de emblanquecer para pintar de nuevo encima, se intervienen las letras preexistentes, ya sea para desplazar lúdicamente el sentido que tienen, o para reciclarlas e insertarlas dentro de otra estrategia visual. Toda una serie de rasgos artesanales de índole personal e incluso “estilística” de la poiésis de los pintores se ponen en juego mediante las firmas, los dibujos y los distintos recursos para escribir encima sin borrar. Estas características singulares conviven con la economía del trazo simple, homogéneo y estandarizado de la reproducción en serie que apunta a maximizar la productividad y optimizar el tiempo de trabajo.

Cuerpo de letra

Al comienzo, un plano abierto de la autopista con sus dos carriles nos presenta a Eze, tirado en el pequeño espacio de césped en el medio, en un efecto de contraste flagrante entre la quietud de su cuerpo tumbado y resacoso y el constante ir y venir apresurado de los autos alrededor. La cámara se columpia lentamente de un lado a otro, contraviniendo levemente el anclaje pedestre del punto de vista. Luego hace un barrido hacia atrás y retrocede hasta encuadrar —en un cambio abrupto de distancia focal— el dorso de la mano de Franky, tatuada con una telaraña y apoyada en la reja, que observa desde las alturas a Eze, su futuro recluta para las filas de las cuadrillas de pintadas del peronismo. Después, su amigo y compañero Facu lo va a buscar, lo levanta, lo arrastra caminando y termina encendiendo un fuego furtivo al lado de los carriles para ayudarlo a calentarse y recomponerse. Tienen que ponerse a laburar con las pintadas. Estas escenas del inicio son las partes donde la puesta en escena y la propuesta de la situación son más ficcionales y el control sobre la disposición de los elementos en el plano y los movimientos de cámara está mucho más elaborado y planificado de antemano.  

Primero, Eze hace pintadas recreativas con un grupito de niños de unos diez o doce años al lado del Riachuelo (en un plano, la cámara filma los grafitis en el piso con el eje dado vuelta). Luego, Franky lo inicia en cierta manera en el oficio —cuestión también presente, de un modo mucho más decisivo, en Parapalos—: le da indicaciones acerca de la manera más eficaz y económica de hacer el trazo (no solo en cuanto racionalización del proceso de trabajo —el movimiento adecuado de los brazos y las manos— sino también del gasto de pintura), y juntos buscan distintas fuentes y formatos de letra en la tablet como modelo para las pintadas. Cuando a Eze lo encaran del otro grupo (el de Massa), para el que finalmente termina trabajando, se despierta cierta tensión con Franky —patente en una escena ulterior de reencuentro en que comparten un pucho en silencio—, pero la cosa tampoco va mucho más allá porque no termina de haber una traición política: se trabaja para el que paga mejor en la competencia entre los punteros de distintos partidos por la demanda de fuerza de trabajo. Además de eso, Eze es también un pibe atrevido y agitador, canta en una banda de cumbia llamada 7 lunas, aprende a tocar la trompeta, conoce la calle, maneja sus códigos (es capaz de amenazar en broma a un compañero con un cuchillo) y no rehuye a la bebida (viaja tirado en la camioneta por una borrachera). Estos rasgos dan cuerpo y pregnancia a su presencia cinematográfica. El largometraje tiene la capacidad de dialogar con lo real e incorporar lo impredecible y lo fortuito en una ficción mínima.   

La película no cede a cierta tendencia muy en boga, extendida y codificada hoy en día —y, por eso mismo, pasible de ser repetida mecánicamente con cierta facilidad— del cine observacional objetivista e impersonal que escande sus imágenes en largos planos secuencia fijos. Por el contrario, procura imitar o reproducir en su propia forma —tanto en la modalidad de registro y la puesta en escena como en el entramado de las partes en el todo del montaje— la experiencia sensorial de esos laburantes precarios, la brusquedad, rapidez e inestabilidad física de las condiciones de trabajo de las pintadas en las autopistas. En lugar de optar por el equilibrio geométrico del encuadre con trípode, la mayoría de los planos son con cámara en mano, un tipo de registro más urgente y dinámico que se aproxima in medias res hacia los acontecimientos. Pero el punto de vista de la cámara no se identifica con ninguna de las personas/personajes (ni siquiera con Eze). Excepto un breve momento cerca del final —cuando, con la veda electoral comiéndoles los talones, nuestro protagonista mira a cámara y muestra que su balde se quedó sin pintura, como quien hace alarde de haber cumplido satisfactoriamente con un duro trabajo—, la presencia del director y del reducido equipo que lo acompaña en el rodaje queda prácticamente fuera de campo. 

Una inquietud topológica se plasma en los planos abiertos de la autopista emplazada entre gigantescos paredones y surcada por montones de autos a toda velocidad. El trabajo de ambientación sonoro y musical en ocasiones se desmarca del mero registro realista del sonido directo e introduce capas que colaboran con el tono inmersivo de una larga noche. Ese clima de confusión, aceleración e indeterminación se produce también a través de un montaje encadenado que fusiona espacios y tiempos diferentes induciendo una suerte de efecto de trance nocturno alucinado, permeable a la abstracción plástica, a partir del uso de las sobreimpresiones, el simultaneísmo, la fragmentación, la repetición y las rimas entre las distintas luces de la ciudad (autos, postes, casas) vistas a lo lejos. Se abren fugas y desvíos en la trama narrativa que permiten una exploración sensible del paisaje urbano: el travelling lateral filmado desde un vehículo que roza al ras las paredes en un efecto abstracto que realza la textura y la materialidad de la letra; los movimientos de cámara anómalos en la autopista que desafían las coordenadas de anclaje terrestre de la percepción humana “normal”; la sobreimpresión por unos segundos de dos planos sucesivos, muchas veces precedidos por un efecto similar en el campo sonoro (el sonido del plano inmediatamente siguiente comienza apenas unos instantes antes que la imagen); los fundidos de pasacalles; los postes de luz filmados horizontalmente; la secuencia en la que la cámara se desplaza continuamente desde el interior de una camioneta en movimiento, baja lentamente, muestra la red vial como un enjambre abigarrado, y sube otra vez; la toma general desde lo alto y a lo largo de la autopista, donde se sobreimprimen diferentes bloques temporales de acciones de la cuadrilla pintando las paredes mientras se iluminan a sí mismos con linternas (donde el paso del tiempo de trabajo se contrae en unos instantes); los planos encadenados del asfalto de la autopista y de los postes de luz desde la camioneta, en los que se concentran la espesura de la duración y la monotonía de la experiencia de estar ahí metido. Estas coordenadas estéticas remiten a la historia de los cruces en el cine entre el polo documental —en particular, la etnografía— y el polo experimental de las vanguardias.

Así como la disputa por la inscripción de las identidades políticas en las paredes persiste en la actualidad, también persisten prácticas de comunicación y formas de publicidad tradicionales que parecen retroceder hacia un pasado cada vez más lejano como ruinas arqueológicas de otro tiempo, pero que aún siguen teniendo existencia, si bien son cada vez más residuales y la virtualidad informática ahora pone en jaque su centralidad analógica antes garantizada: las grabaciones con propagandas reproducidas desde los altoparlantes de la avioneta o la camioneta, los pasacalles, todo un conjunto polimorfo de maneras de copar el paisaje visual y sonoro para vender un producto, hacer marketing político o transmitir un mensaje personal (asuntos del corazón), religioso o público. La película también documenta todas esas modalidades de comunicación en vías de extinción a partir del personaje del locutor gordo con el que Eze trabaja ocasionalmente. Introduce allí algunos aspectos cómicos y pinceladas de humor, como cuando leen la lista de temas de un recital de una banda de cumbia en un camping o cuando incitan al espionaje: “Todos tenemos una vecina que nos vuelve locos, y vos la podés espiar. Envía desde tu celular ‘timbre’ al 2020, y conocé todos los secretos de tu vecina”. Pero también se enuncian alertas contra el despojo de las comunidades originarias: “Basta de barrios privados. No a la destrucción de Punta Querandí, sitio milenario y misterioso. Respeto al cementerio indígena. No al ultrajamiento de los habitantes originarios. Basta de arqueología cómplice de negocios inmobiliarios. Movimiento en defensa de la Pacha”. Las imágenes desde el aeroplano con los altoparlantes que emiten las publicidades —que se repiten un par de veces y con las que, de hecho, termina la película— evidencian que la conquista también abarca el espacio sonoro, no solo el visual.

En el reino documental, el dominio del arte del kairós suele ser mucho más decisivo que en la ficción (siempre hay excepciones a la norma), entre otras cosas porque si se trata del registro de algo cuyo devenir no puede ser controlado por el director, no hay retoma posible. En este aspecto, resulta todo un hallazgo el tramo final de la carrera a contra reloj en el último día antes de que entre en rigor la veda electoral por la disputa territorial entre las cuadrillas que responden a punteros políticos de signos opuestos. En efecto, esa situación singular se ve además intensificada por el mero hecho de ser registrada (el director cuenta que la consciencia de que los estaban filmando indujo que las personas exageren la competencia y la disputa territorial por las paredes en un paradójico proceso de auto puesta en escena). 

En el búnker de Massa, un referente da las directivas para encarar la situación: no pelearse si se encuentran con otra cuadrilla, tapar encima de lo que pinten. Un insert de la TV introduce la inminencia de la veda. La batalla final codo a codo entre los grupos de Patita y los que responden a Massa lleva al absurdo y al paroxismo el carácter efímero de las pintadas políticas y las lógicas de disputa por el espacio urbano como superficie de escritura para la campaña electoral: las dos cuadrillas agonistas van escribiendo y reescribiendo las paredes contiguamente con apenas un ligero desfasaje, las tapadas y pintadas encima ya no son procesos separados sino que se dan por turnos, en tiempo real; un grupo termina y el otro empieza a pintar encima. Se pinta para borrarse, aunque la disputa territorial por la conquista de la visibilidad de las paredes tiene un único ganador y un candidato predomina al final. Lo que está en juego es cuál será la inscripción definitiva que quede visible durante el día de los comicios. La violencia contenida de la situación se precipita y en un momento llega hasta el borde de la pelea a las trompadas: “¡Walter, tránsfuga!”, “¡Tucumano, rata!”.

La película culmina con un pequeño acto de transgresión: d’Angiolillo le cede en el cuarto oscuro el control de la película a su persona-personaje protagonista, dándole a Eze una cámara oculta para que registre su voto (desafiando el sacrosanto secreto cívico). Eze corta boleta y mete a Massa y al FpV / PJ, corriéndose en alguna medida de lo esperable (votar directamente al actual patrón). El trabajo en una cuadrilla no se rige por la fidelidad política sino por las leyes de ese informal mercado agonal, pero el acto del voto no necesariamente depende de para quién se trabaje y la decisión de Eze es, en este sentido, soberana (no se trata en este caso de alguien sujeto a una red de control de votos comandada por punteros). Solo extracinematográficamente, por declaraciones a posteriori del director, podemos saber que Eze decidió votar a los dos sectores que le dieron trabajo, cortando boleta entre los patrones. 

Cuerpo de letra

La noche de los parapalos 

Ya en el primer plano de Parapalos aparece de un modo sutil y no subrayado el peso de las relaciones de poder en toda su materialidad en el ritual del apto médico, que opera como mecanismo habitual de control biopolítico de los individuos y condición de admisión para un futuro trabajo: el pibe está sentado en la camilla, desnudo, esperando la revisación en un encuadre fijo, geométricamente riguroso y sin sonido (el campo visual se reencuadra a través de una puerta). Comienzan a superponerse los títulos sobre las imágenes. Todo un arco de sentimientos se evidencia oblicuamente a partir de los movimientos inquietos de las piernas, los tics, las repeticiones desnudas y mecánicas del cuerpo: sentimos la ansiedad y la vergüenza pero también la perseverancia, afectos que serán movilizados en estrategias de supervivencia en medio de una situación de vulnerabilidad en plena crisis neoliberal. Después de la pantalla en negro y las dedicatorias, la cámara sigue las partes del cuerpo que el doctor va revisando  —los pies, las rodillas, la zona genital, las manos extendidas, el abdomen, la cabeza— en una toma que se demora unos momentos en un desfile de objetos parciales deserotizados (la examinación médica impone frialdad y distanciamiento). 

Este recorrido por el cuerpo de Adrián Suárez —presencia física imponente ante el aparato pero también asistente de arte detrás de escena y coautor espiritual del guion— es acompañado por una voz en off (luego nos daremos cuenta de que pertenece al entrañable Nippur, que aún no hizo su aparición) cuyo discurrir desarrolla todas las razones por las que el trabajo de parapalos no resulta en principio deseable y a lo sumo debería aceptarse solo como condición provisoria a la espera de mejores posibilidades vitales: 

¿Y vos que recién empezás, querés estar acá? Estás loco, hermano. Esto te quita la vida. Te quita la vida. Tenés que entrar a trabajar cuando todo el mundo sale. Y cuando todo el mundo entra, vos salís. Tas a contramano de todo. Te van a doler los huesos. Te van a cagar a palazos. No podés decir nada, porque el cliente es el que tiene la razón. Nadie te obliga tampoco a estar acá. Es una decisión. Yo lo hago por la plata, nada más. Pero, cuando terminés de aprender a parar palos, ¿qué te queda? ¿Y la curiosidad, qué? Siempre uno ambiciona un poco más. Algo más. Parar palos los para cualquiera. Puede ser más rápido, más lento, mejor o peor (…) Te aburrís de esto. Al final, llega un momento que la plata que podés ganar no te compensa el desgaste físico. Te rompen una pierna y… ¿a quién? ¿Estás con seguro, tenés descuento social, obra social, algo? No tenés nada. Nada. Te pegan un roscazo en la gamba y… Te la tenés que morder solo, eh. No te queda otra. Ninguno está con cobertura. No te cubre nadie esto. Si vas al sindicato, te rompe el culo el sindicato. Porque el sindicato no es para los pobres, es para los dueños. Un trabajo de porquería. Hacelo un tiempo, un tiempo. El tiempo te lo ponés vos. El plazo te lo ponés vos. Después largá esto y… Aprendé algo. Ganate el futuro. Si no, no sirve. No aprendés nada con esto. No aprendés nada. Parar palos es la cosa más fácil del mundo. Tenés que tener resistencia, fuerza, si no, te quedaste ahí. Si la vida es de noche, por eso, cuando todos entran, vos salís, y cuando todos salen, vos entrás. Vas a contramano de todo. 

La cámara termina concentrándose en el rostro y de golpe se asoma hacia la boca abierta, que bien podría prefigurar la pista de bowling (mientras el campo sonoro es asaltado por el sonido del impacto sobre los palos).

Parapalos

En esa forma de filmar, en esa irrupción de un sonido no sincrónico o fuera de campo —particularmente, la repetición del ruido de los palos cayendo y las bochas rodando en lugares distintos a la esperable cancha—, en el montaje dinámico de los bolos que se desploman y son repuestos en su lugar, emulando la experiencia subjetiva del parapalos —la sensación de rapidez y aceleración que impone el trabajo—, y en el uso de relatos en off de los trabajadores, Poliak desarrolla toda una serie de estrategias que producen desvíos respecto de una forma de representación netamente “realista”. La incursión onírica o del orden de la fantasía de los planos de unos pies que corren hasta que la velocidad es tal que el conjunto tiende a la abstracción visual resulta ser la manifestación más inequívoca y explícita de una corriente subterránea que recorre todo el relato. En la mayor parte del metraje rige una economía formal bastante destilada de pocos planos por escena, con predominio de encuadres fijos, algunos movimientos de cámara que siguen a los de los personajes en ciertas situaciones y unos pocos travellings descriptivos de los espacios. 

Acorde a la experiencia de confinamiento propia de los parapalos en un exiguo y oscuro lugar de trabajo, la mayoría de las escenas transcurren en espacios interiores o semicerrados, con una iluminación tenue que por momentos lanza un desafío perceptivo ante el ojo y la mirada del espectador contemporáneo, muchas veces acostumbrado a ver todo con una nitidez digital extrema (algo que se refuerza notablemente al asistir a una proyección de una copia en su formato fílmico original de 35mm). Se trata de un cine pobre, pero no porque sea torpe o grosero formalmente, ni porque cultive algún tipo de feísmo o por lo bajo de las cifras de los costos de producción, sino porque hace del universo de un grupo de proletarios desclasados su campo de exploración sensible y les restituye en la ficción de la pantalla la posibilidad de una existencia que excede la mera preocupación por el trabajo, la reproducción y las necesidades materiales, en conversaciones ininterrumpidas que se declinan como amistad, comunidad, experiencia estética, curiosidad y autoemancipación intelectual. También hay algunas naturalezas muertas, objetos cotidianos insignificantes alterados por obra de la esmerada operación estética de composición pictórica del plano (un poco a la manera de Pedro Costa): unos limones sobre una tabla de madera, uno de ellos cortado; el pequeño tallo de un árbol; momentos de intenso lirismo como cuando Adrián encuentra la armónica en un zapato y empieza a tocar (una de las pocas veces en que es de día y se filtra la luz del sol en el cuadro).

Adrián encarna al joven muchacho protagonista, oriundo del campo, que acaba de llegar a la ciudad, fruto de una migración interna cuyos motivos no son explícitamente tematizados —se trata de una película fuertemente antipsicologista—, aunque la urgencia del apremio económico se insinúa a las claras: tiene que aceptar lo que sea para hacerse unos pesos. Vive en la casa de su prima Nancy, pero sus horarios de trabajo son opuestos: cuando ella sale, él entra; tienen poco tiempo para verse, aunque lo aprovechan al máximo, y mantienen un vínculo de amistad y ternura muy peculiar, casi de hermandad, completamente ajeno a cualquier tentación incestuosa for export del cine latinoamericano. El otro personaje que adquiere un particular relieve es Nippur, el parapalos trotamundos y aventurero, una suerte de dandy subalterno —a la vez hippie, punk, heavy y anarquista— que personifica la voz de la autoridad que confiere la experiencia de quien ha vivido muchas cosas, puede articularlas verbalmente en una narración transmisible, es capaz de ejercer un hablar franco, dar consejo y tiene el coraje necesario para sublevarse ante los excesos de poder. La diferencia generacional entre él y Adrián inclina un poco su vínculo de fraternidad y amistad hacia una relación de maestro/aprendiz pero sin objeto determinado:

Yo no tengo ni dónde caerme muerto. Vivo al día. Al día de ayer. Todo lo de hoy lo saqué fiado. Menos la libertad. La libertad es toda mía. No se la doy a nadie. Y que no me la vengan a querer quitar, eh, porque me enojo, ahí sí que me enojo. Y me enojo mal. Por eso me dicen Nippur. 

El plano cenital inmediatamente posterior al título describe el espacio de trabajo de los parapalos: cada uno tiene dos pistas asignadas y salta de una a otra. En el fondo de la pista de bowling hay un nicho que no es visible desde la cancha, donde transcurre su vida durante las horas de la jornada de trabajo. Desde el punto de vista de la persona que va a jugar a los bolos, el parapalos es estrictamente invisible; el esfuerzo, la pena y la fatiga humanas que hacen posible que el juego recomience permanecen ocultos en un pequeño recinto cerrado sin luz natural. El palo se ubica en su lugar como el sol sale todos los días. El meditado découpage reconstruye una topología material y simbólica muy precisa de la división social del trabajo y del reparto entre tiempo de trabajo y ocio: el trabajo de los parapalos en la industria de la recreación es la contraparte del consumo de quienes van a divertirse. El tradicional secuestro institucional del cuerpo y del tiempo en un espacio cerrado de trabajo fordista se da aquí en condiciones particularmente intensificadas de aislamiento, en un sitio oscuro y claustrofóbico, sin ventanas. El trabajo es mostrado en forma directa, casi documental, en su desnudez repetitiva y monótona como contracampo del reparto de lo visible de la “sociedad del espectáculo” y la industria del entretenimiento. 

Parapalos

En la primera escena allí, la cámara se sitúa en el mínimo triángulo que tienen de visor los parapalos en la cabina de atrás de las pistas. Vemos al pibe mirar por esa ranura reiteradas veces. Desde ahí se pueden avistar la pista y el cliente y controlar sus movimientos. Son diez palos dispuestos en una línea de cuatro, una de tres, una de dos y uno adelante. Adrián debe atravesar una suerte de iniciación en el oficio que incluye ciertos ritos de masculinidad. El dueño lo verduguea y pone a prueba sus aptitudes: “¡Dale querido, dale! ¡Hacete hombre, hacete hombre!”. En el plano en que el jefe le expone las condiciones del trabajo, solo vemos la cara del pibe (y apenas la cabeza, nuca y espalda del patrón): 

Vos anotás. Después no podés salir más, hasta que termine. El cocinero les lleva la merienda y les lleva la cena. Vos vas anotando. Vos el control lo tenés que tener vos, para poder cotejarlo con el del encargado cuando vos cobres. […] Y después, te voy a encargar que se cuiden mucho por los accidentes. A veces se confían demasiado, por ahí reciben un bochazo, o les puede saltar un palo en un ojo. Siempre estar atento mirando a la persona que está tirando. Vos estás acomodando los palos pero siempre con la vista atenta al que tira. Llega a ocurrir un accidente, inmediatamente tienen que avisarle al encargado de turno.

Adrián no dice una sola palabra, solo escucha y asiente, apenas emite los gestos obligados para conseguir un laburo precario. 

Se trata de un trabajo peligroso, físicamente demandante y enteramente masculinizado, que comporta un gran gasto de energía y consiste en la ejecución de una serie de movimientos corporales —analíticamente descompuestos, automatizados y ritualizados— que se repiten una y otra vez: recoger los palos con el gancho, correrlos si fueron tumbados, reponerlos en su lugar con celeridad, lanzar las bochas nuevamente. Un golpe de esos pesados bolos puede provocar un enorme daño, por lo que hay que cuidarse de no recibir ninguno. El ruido de los impactos es fuertísimo, no cuesta imaginar lo agotador que debe ser pasar todo el día ahí. Esa hostilidad del entorno también toma forma en un diseño sonoro que nos hace sentir todo el peso de las condiciones de trabajo. El parapalos se acopla como un engranaje más de la cancha de bowling como máquina de entretenimiento. Reconocemos allí en acto el ejercicio de ciertos mecanismos disciplinarios que vuelven al individuo “fuerza de trabajo” bajo el mando capitalista: no solo el tiempo fijo de la jornada laboral sino la imposición de un determinado ritmo de trabajo y de una velocidad óptima para los gestos (aunque el trabajo efectivo es una forma de interacción física a distancia que depende de la aleatoria demanda de los clientes, de modo que cuando nadie juega se abre la oportunidad para la desobra). El fuerte riesgo y la alta demanda de resistencia de los músculos de los brazos y piernas le confieren un plus de exigencia y fatiga propio de ámbitos laborales desregulados, expuestos a malas condiciones de salud (algo que también remite a modalidades de trabajo servil no necesariamente capitalistas). Durante una conversación, Quiroga, el parapalos exminero y dibujante, traza cierta analogía o paralelismo entre ambos espacios y sus adversas condiciones: el nicho de los parapalos en la parte trasera del bowling y la mina subterránea con sus cargas de explosivos igualmente ruidosas. De hecho, el oficio de parapalos está en vías de desaparición debido al avance de los procesos de automatización. 

Cuando no hay clientes o el juego termina, llega el momento del descanso. Justamente, la película plantea como interrogante central la cuestión de cómo sustraerse de los imperativos del mundo del trabajo, cómo recuperar en un gesto soberano el tiempo para el ocio contemplativo, cómo dar lugar a un estar-con libre de cualquier finalidad, cómo hacer lo necesario para subsistir  —aceptar un trabajo hostil, precario y mal pago— y a la vez conservar la máxima libertad posible:

Después de todo, este lugar no es tan malo. Tampoco es malo. Si nadie me obliga a estar acá, yo vengo porque vengo. Porque quiero. No hay ventanas, está bien, no hay ventanas, pero hay puerta. Y no tiene rejas. Entro y salgo, cuando quiero. Así soy yo, Nippur, el errante, vagabundo y laburante. 

La pequeña comunidad de los parapalos es relajada en términos morales. El encargado es uno más de ellos. No hay un control de la conducta de los individuos ni una estructura panóptica de vigilancia sino una cadena horizontal de solidaridad, camaradería, enseñanza y aprendizaje del oficio, apertura al otro y cuidado recíproco entre laburantes. Un ethos comunitario de auto-superación constante y de garra para afrontar la adversidad, sobreponerse y seguir adelante impregna la tonalidad afectiva del film. En los intervalos de sus obligadas actividades, los parapalos procuran reinventar vínculos igualitarios allende las normas y el imperativo de productividad, rechazan la cultura del trabajo en un proceso de desidentificación respecto de su condición laboral que les permite instaurar un desvío, poner en común sus soledades y exponerse en su singularidad. No se trata de las clásicas formas de sabotaje fabril de la organización obrera contra el poder patronal, sino más bien de una polimorfa red de prácticas que contribuyen a hacer mejor vivibles esas coordenadas de espacio-tiempo compartidas: abrazar la pereza, inventar lugares para dormir, robar al tiempo de trabajo el ocio no institucionalizado de una subjetivación estética a través del dibujo o la música, cultivar el arte de la conversación y de la narración de historias (de vida). 

Las imágenes que Nippur dispone en esa pequeña porción triangular de pared son la exteriorización en el espacio de trabajo cotidiano de una inquietud subjetiva que ramifica sus posibilidades de auto-formación y sus vías de emancipación intelectual y estética. El entre-tiempo, la suspensión, los momentos muertos entre partida y partida funcionan como un trampolín para la ensoñación, le confieren a Adrián la posibilidad de extraer creatividad y reflexividad del aburrimiento y volverse un vidente, alguien que contempla (tal como se evidencia cuando habla con mucho detenimiento sobre el color del cielo, sobre una pareja de vecinos que observa frecuentemente o sobre un perro que capta su atención). Colgar cositas, dejar marcas e inscripciones en ese horrendo lugar es una manera de apropiarse del espacio físico, habitarlo simbólicamente y conjurar el olvido y el anonimato: allí conviven fotos o retratos de Janis Joplin, William Shakespeare, Andy Warhol, Charles Darwin, Nicolás Copérnico y Marilyn Monroe, con un cuentito no identificado, un dibujo fechado el 19-12-2001 y una fotografía de unos vecinos del terruño. No se trata de la organización política del malestar, sino de algo anterior, una modesta modalidad de resistencia de los desclasados, tensionada entre la precarización de la vida y del trabajo, la lucha por la reproducción y el ensanchamiento del horizonte de experiencia. Una fraternidad de iguales, pobres, explotados, tratando de robarle tiempo al trabajo para ser-en-común.

El final introduce una ligera ironía, un doble sentido del humor: corren los créditos en un plano de varios minutos donde los palos se levantan y vuelven a colocar en forma aparentemente mecanizada con unos hilos que compiten con el trabajo humano. En cierto momento hacia el final, justo antes de que las bochas que se dirigen hacia ellos los golpeen, se levantan evitando el impacto, lo que evidencia que están siendo manipulados por personas (pequeña venganza del parapalos ante la avanzada automatización de su empleo) y que se trata de un juego, un artificio, una ficción que reclama nuestra complicidad.

Parapalos

Notas:

1 “Trabajadores saliendo de la fábrica”, en Farocki, Harun, Desconfiar de las imágenes, Buenos Aires, Caja Negra, 2013, p.195. 

2 Trabajadores saliendo de la fábrica (Arbeiter verlassen die Fabrik, Harun Farocki, 1995).

3 Existe una página web que compila todos los cortos producidos a lo largo de esos años y detalla los distintos aspectos de esta iniciativa (que Ehmann siguió adelante tras la muerte de su compañero). De hecho, Julián d’Angiolillo participó del workshop en Buenos Aires y Farocki aparece en los agradecimientos finales de Cuerpo de letra (2015).

4 Encuesta de cine argentino. Las 100 mejores películas, realizada de manera conjunta por las revistas La vida útil, La tierra quema y Taipei.

5 La historia del peronismo —como la de cualquier movimiento popular de largo alcance— resulta contradictoria tanto por arriba como por abajo: en ese entonces, Massa se acababa de distanciar del kirchnerismo e iba por fuera del principal armado peronista, mientras que hoy en día ambos sectores coexisten en el Frente de Todos, nacido en 2019 como herramienta para desalojar al macrismo, que había accedido al gobierno en 2015. En 2022, este bloque de poder terminó promoviendo al exintendente de Tigre a su actual rol de Súper Ministro de Economía —absorbiendo las carteras de Producción y Agricultura— y puso en sus manos los principales resortes del rumbo político-económico del país. En términos muy generales, desde entonces se profundizó un formidable ajuste del gasto público en consonancia con las exigencias (inflacionarias) que fija el virtual cogobierno del Fondo Monetario Internacional, favoreciendo a los sectores empresariales y financieros y deprimiendo el poder adquisitivo del salario de los trabajadores, mediante una transferencia históricamente inédita de ingresos del trabajo al capital que concentra salvajemente la recuperación y el desarrollo económico recientes (mientras se arman rondas privilegiadas de “dólar soja“ para el Agro, se ponen en marcha toda una serie de mecanismos microscópicos de control administrativo para recortar Planes Potenciar Trabajo en los sectores más empobrecidos).

6 En el búnker de Massa, un referente lanza la consigna: “Pará, que hay un desafío. Si la cancha de River queda por Massa, digamos, con la pintada nuestra, José y yo pagamos el asado con postre y todo. Ahora, si queda por otro, paga Carrillo”.

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