Las voces de los muertos también cuentan (Mar del Plata 2023)

PRELIMINAR

Días antes de que comenzara el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata falleció una amiga de la infancia. Michelle, por la canción de los Beatles. Solo pienso en el tren, en el cruce sin señalización. En el tren y en sexto grado: las cabezas cortadas de las muñecas de plástico y la crueldad de las nenas excluidas con las otras excluidas. Ahora la infancia me parece una condensación del sentido común de la ideología dominante, en la boca de cabezas demasiado ingenuas como para darse cuenta de lo que replican. Todavía no me perdono haber formado parte de la organización de lo real del contexto en el que crecí. No sé si alguna vez me voy a perdonar el haber tenido once años.

Un lugar en el mundo (Adolfo Aristarain, 1992)

PRIMERA FUNCIÓN

Es inevitable volver, sin promesas de reconciliación. Volver sobre el conflicto y la pregunta abierta. Un lugar en el mundo (1992) empieza y termina con panorámicas del paisaje de Santa Rosa del Conlara. El territorio no aparece, sin embargo, desde una actitud turística o exotizante. Una película donde la importancia del lugar está anunciada en el título habría podido hacer fracking visual de la geografía de San Luis, pero elige las caras por sobre los paisajes, como dictara alguna vez la dicotomía de Antonioni, y dispara en la organización de la puesta en escena el sentido dramático de un dardo bien apuntado. Aquel que encontró su lugar en el mundo no es Ernesto, el protagonista que retorna al pueblo de su infancia, sino su padre, Mario, ahora muerto. 

En la estructura de relato enmarcado, la perspectiva del Ernesto niño recorre los conflictos afectivos, políticos y económicos de los adultos con curiosidad y sentido del deber. Si, como escribí antes, los niños condensan el sentido común que los rodea, Ernesto ha tenido la suerte de crecer en un entorno de bases ideológicas progresivas, en una familia tildada por los demás de comunista hasta el punto de asesinarles el ganado y dejarles pintadas en la pared de la casa, aunque sus inquilinos se perciban abiertamente peronistas (confusión y macartismo: nada nuevo bajo el sol). La perspectiva del Ernesto adulto no vuelve a explicitarse hasta el final, pero tiñe la película de una doble focalización: el chico que no comprende y el joven que sabe bien lo que estaban atravesando sus padres. Así, las complejidades de la discusión política permanente mantienen toda su riqueza y sus matices: si hay machismo es porque está tematizado; si hay amagues autoritarios en las buenas intenciones del accionar de Mario es porque la película quiere adentrarse en las contradicciones de toda doctrina. Después de todo, hacer el duelo de un padre está cargado de fuegos cruzados, reproches, preguntas sin respuesta y puntos ciegos. Todo duelo es un diálogo interrumpido.

Adolfo Aristarain vuelve a Argentina después de diez años y hace una película que también trata sobre la vuelta del exilio, sobre la transmisión del conocimiento —algunas de las escenas más hermosas son de aprendizaje o enseñanza, en lecciones que van desde el alfabeto hasta algunas nociones generales de la geología— y sobre las condiciones del trabajo rural en el capitalismo, con la patada en la cabeza del pueblo que vinieron a dar las multinacionales. Hay, sobre todo, un duelo de las utopías de una generación derrotada por la historia, pero que no se resigna. Mario es a la vez metonimia de la derrota y de la testarudez necesaria para seguir dando batalla.

Puede que Ernesto no haya aprendido nada edificante en su regreso, pero al menos extendió la vida del diálogo. Porque, como dice un personaje de The Georgian Chronicle of the 19th Century, otra película proyectada en el festival, “las voces de los muertos también cuentan”.

The Georgian Chronicle of the 19th Century (Aleksandre Rekhviashvili, 1971)

DÍA UNO. LAS PERTENENCIAS

Una tarea repetida con tesón y delicadeza nos enlaza a la consistencia del mundo. En el festival no elegí las películas que conversan con los muertos a través de la actividad de las manos; las películas me eligieron a mí. Una de ellas es Las cosas indefinidas. Las manos de Eva Bianco trabajan en el montaje de distintas películas con la tranquilidad de quien encuentra un sostén en su oficio, aunque esté en una etapa de su vida donde descree de la fuerza del cine. Desde el metadiscurso sobre la edición cinematográfica hasta los personajes llamados igual que los actores que los interpretan, el tercer largometraje de María Aparicio tal vez sea la ficción más depurada que haya hecho hasta ahora. Depurada en el sentido de una actitud ensayística que se funda en la sustracción de elementos hasta quedarse con los temas y los procedimientos en bruto, en una cercanía con lo biográfico que sin embargo no se vuelve autoficcional. Hay una idea —el duelo como ceguera o encuentro con una imagen ausente— y una serie de proposiciones que apuntan hacia ella como flechas. Los videos de ciegos hablando sobre sus sueños y sus recuerdos, la puesta en abismo de una película que Eva y Rami (Ramiro Sonzini) van editando, los archivos de un disco duro que perteneció a un amigo recientemente fallecido, la cita de un texto de José Miccio, los travellings hacia jarrones de flores y las clases universitarias sobre teoría cinematográfica: todos los caminos llevan al tema. 

Si Sobre las nubes era una película centrífuga, Las cosas indefinidas es centrípeta. Este carácter hipercondensado puede no ser para todo el mundo. Ramiro Pérez Ríos escribió en su cobertura de Mar del Plata: “La película es perfecta y no hay mucho más que decir al respecto. Es lo que es y enuncia aquello que quiere ser y cómo debe ser vista”. A mí me da la impresión de que la forma no responde tanto a una intención de explicarse a sí misma como a una idea sobre el duelo. Para la película, la despedida de un ser querido es tiránica y exprime significación de todos los acontecimientos vividos por una temporada. Incluso la película que editan Eva y Rami termina hablando sobre la pérdida, cuando en realidad debía tratar sobre la vida de los ciegos. Esa tiranía se expresa en la forma de Las cosas indefinidas con mucha inteligencia. El peligro sería que devenga cálculo: hay algo en la actuación de Eva Bianco que da una impresión de exactitud y prolijidad para el sufrimiento. Su personaje tiene tal centralidad que a veces a una le gustaría saber más sobre Rami, situado en el lugar de la escucha y la pregunta. En las mejores escenas, de todos modos, el reparto de la palabra entre los personajes y las tonalidades de las actuaciones conducen bien la electricidad dramática. La idea del diálogo interrumpido también aparece acá desde un intento de continuarlo: “Te prometo que vamos a cuidar tus películas, las vamos a guardar, las vamos a proyectar”, le dice Eva Bianco al amigo que perdió. Le está diciendo: vamos a seguir dialogando con vos. 

Es difícil negociar con las pertenencias de los muertos. Si la Eva de María Aparicio quiere extender la vida de las cosas que su amigo dejó atrás, la Elena de Anahí Berneri quiere prenderlas fuego. Le va a tomar todo un arco dramático aceptar que tal vez su Rita, su hija, quería morirse, que tal vez no fue asesinada, aunque se mantenga testaruda durante toda la película y solo haga el giro de consciencia en la escena final. Elena sabe se enmarca en una serie de adaptaciones de novelas de Claudia Piñeiro para el catálogo de Netflix; aunque Berneri trata de imprimirle a su tajada una atención por los detalles de la puesta en escena que haga sistema con la planificación minuciosa de sus películas previas, es difícil eludir la homogeneización estética de la plataforma, que embarra casi todos los planos como ungüento. La estructura dividida entre el presente de la enunciación y los flashbacks de juventud de Elena con su hija Rita se desenvuelve a la manera de una fórmula del éxito evaluada en un focus group. Hay una oscuridad permanente en los vínculos, las conversaciones y los momentos de soledad que, más que asfixiar, agota. Berneri sabe que trabajar para una plataforma de streaming hoy en día implica una serie de concesiones a la producción serializada que va en desmedro de las marcas autorales que funcionan tan bien cuando consigue plasmarlas en Elena sabe. En esos momentos, a pesar de todo, es evidente que la película sabe del peso y la espina de tener una hija.

Imposible dimensionar el dolor de un día en la vida de la madre de Michelle. Ciertamente no lo imagino como los primeros planos cerradísimos y en contrapicado de Elena sabe. Tiene que haber una grieta por donde ingrese la luz, eso diría Leonard Cohen. There is a crack, a crack in everything. That’s how the light gets in.

Elena sabe (Anahí Berneri, 2023)

DÍA DOS. LOS TESTAMENTOS

En un mismo día del festival, dos películas de cineastas argentinos con trayectorias de mucha importancia para nuestro cine coincidieron en el asedio de escenas de la propia vida tratadas como puntos irradiantes de significación. Juan José Gorasurreta revisa setenta años de vida cultural, personal y política en Las ausencias, una autobiografía que es también una historia posible del cine, un ensayo sobre la cinefilia y una interpretación de los principales eventos histórico-políticos del período. Hay un desparpajo en la organización de los materiales que permite que convivan Nagisa Ōshima y Orson Welles, Eva Landeck y Fernando Birri, material fílmico del Archivo General de la Nación y animaciones con muñecos de palito, el Cordobazo y el debut sexual. Para distanciarse de la fórmula tradicional del documental en primera persona, la película evita usar voces en off: solo recurre a unas placas que ordenan el relato en cada secuencia. Todo irrumpe como fragmentos de una educación sentimental, sin dar muchas aclaraciones del modo en que debería interpretarse cada yuxtaposición inesperada de imágenes. Los destellos de memoria encarnados en esos recortes fugaces descansan sobre la cronología de una vida, con sus pérdidas, sus duelos, sus militancias y sus descubrimientos, pero también con sus películas. Gorasurreta tiene la generosidad de enmarcar la producción audiovisual de varias décadas en constelaciones colectivas: los cineastas de Santa Fe, el cineclub La Quimera en Córdoba, las clases de Werner Nekes en el Instituto Goethe. Sartre decía que la prosa de Flaubert era democrática (aunque el autor fuera conservador) por el modo en que suprimía las jerarquías “entre temas nobles y temas vulgares, entre narración y descripción, primer plano y trasfondo, y por último, entre hombres y cosas”(1). Esta descripción le cabe a la película de Gorasurreta, cuyo montaje tiene una forma democrática. En el epílogo, hasta el último detalle de su casa forma parte de un tejido de signos donde los objetos son sedimentos de lo narrado en toda la película. Ahí, entre las ruinas del pasado, conviven pósters, pañuelos, stickers y postales que evidencian el vínculo del director con la escena político-cultural cordobesa contemporánea. No hay ruinas, sino piezas de una cinefilia en constante movimiento y actualización. Debe ser por eso que Las ausencias no parece fosilizada en la nostalgia de los recuerdos. Lo ausente —un hijo perdido, los compañeros detenidos desaparecidos— reclama su lugar entre las cosas y, bajo el conjuro de la narración cinematográfica, no deja de hacerse presente.

Las ausencias (Juan José Gorasurreta, 2023)

Las ausencias, de Juan José Gorasurreta, comparte con Dueto, codirigida entre Edgardo Cozarinsky y Rafael Ferro, un humor y un desprejuicio necesarios para revolver sin solemnidad el cajón de fotos de la memoria. Cozarinsky, ya septuagenario, ve en Ferro, además de un amigo íntimo, un espejo deformante. Plano y contraplano: Rafael a todo color; Edgardo en blanco y negro. Ferro es el hombre que no fue, el que pudo haber sido, el que desearía ser. El agua y el fuego son importantes en Dueto. En una película sobre esa cosa tan conmovedora que es la amistad entre varones, es notorio el modo en que las transparencias, los espejismos, las correspondencias y las duplicidades de sus distintas charlas encuentran su correlato en la sencillez de los elementos. El fuego ilumina las sombras de la caverna; el agua las refleja. El arco de esta especie de ensayo documental tiene forma de fruta que se va desgajando, desde la cáscara de las actividades intelectuales de los hombres (que discuten mientras se ocultan con unas máscaras de animales) hasta el carozo de sus preocupaciones y revelaciones íntimas. Edgardo es la parca enamorada de su víctima, el director enamorado del actor, el padre frente al hijo, el viejo frente al joven. 

Algunas divagaciones numerológicas. Primera: Tres en la deriva del acto creativo fue la última película de Pino Solanas. Ahí dialogaba con dos amigos de toda la vida, Luis Felipe “Yuyo” Noé y Eduardo “Tato” Pavlovsky. Acá no hay un trío sino un dueto, pero en ambas películas los grupos de varones sortean la trampa de la nostalgia y, mientras reafirman que el fuego de la amistad sigue encendido, dejan registro de ese chispeo para volverlo testamento. Segunda: Dueto está dividida en doce capítulos. Leyendo el reciente libro de Paula Wolkowicz, Álvaro Bretal me hizo notar que la primera película de Cozarinsky, … (Puntos suspensivos), filmada en 1971, tiene la misma cantidad de capítulos. Uno de los últimos planos de Dueto muestra los brazos de Edgardo y Rafael: ambos tienen tatuado un ensō, símbolo de la caligrafía japonesa en forma de círculo que, entre muchas otras cosas, representa el carácter cíclico de los acontecimientos. El círculo nunca se cierra, sino que deja espacio para la expansión. Todavía no sabemos cómo interpretar la repetición de la estructura capitular: Dueto recurre a figuras, paralelismos, símbolos y dobleces sin cerrar sentidos. Es uno de sus logros.

Dueto (Edgardo Cozarinsky / Rafael Ferro, 2023)

ÚLTIMO DÍA. LOS MILAGROS

“¿Disculpe, señor, estaba soñando? Lo siento, pero nunca conocerá el final”. Algo así le dice un vendedor ambulante a Arthur cuando lo despierta de su siesta en un tren de larga distancia. El protagonista de La chimera, última película de Alice Rohrwacher, se pasa la vida saqueando tumbas con sus amigos para robar ajuares funerarios antiguos, como si quisiera conocer, de primera mano, cómo se ve el final, qué entorno les espera a los muertos.

Arthur sale de la cárcel y vuelve al pueblo donde vivía con Beniamina, una mujer que ya no está por ninguna parte y que solo aparece en flashbacks desde una subjetiva del protagonista. En el pueblo se reencuentra con sus viejos compañeros de crimen y conoce a Italia, una mujer que a su manera también es una saqueadora. Arthur tiene un don: su cuerpo sufre una descompensación cuando se encuentra justo encima de una tumba. Es una especie de detector de metales humano. Ya desde el modo en que se desencadenan sus descompensaciones, lo fantástico en La chimera funciona por golpes de efecto. No parece articularse con la narración, sino que irrumpe a la manera de un deus ex machina. Rohrwacher confecciona un showroom de recursos: la pantalla invertida, la cámara rápida, el uso del 16 mm para los flashbacks —en una homologación de fílmico y memoria ya demasiado vista—, la alegoría del hilo rojo. Todo está ubicado ahí para resultar ingenioso.

El discurso que aúna todos estos elementos, sin embargo, deja lugar para la sospecha. Tal vez lo más interesante de La chimera sea el dilema ético que aparece con los tombaroli o saqueadores de tumbas. Desde una perspectiva materialista, las vasijas, monedas, utensilios y esculturas que adornan las tumbas de los muertos no sirven a nadie, y hurtar santuarios así de gratuitos puede ser una denuncia contra un régimen económico donde, mientras algunos no tienen nada, otros mantienen su riqueza incluso con sus cuerpos enterrados. Esta mirada entra en conflicto con una noción metafísica de lo sagrado y un deslumbramiento con los objetos arcaicos que “no están hechos para ser vistos por ojos humanos”. Hay una tercera postura: la de los revendedores que hacen de los objets trouvés verdaderas piezas de museo tasadas en millones de dólares. 

Si el conflicto de las distintas posturas alrededor de los ajuares funerarios resulta un hallazgo, con un solo plano la película hace evidente su posición en el dilema: alcanza con una subjetiva desde los ojos de una estatua para darle la razón a la mirada sacralizante que supone la divinidad de los objetos. La chimera quiere ser leída ideológicamente como la película donde las mujeres se organizan para tomar una estación de tren abandonada, pero toda una serie de marcas permiten leerla como la película donde Arthur abandona de madrugada esa vida horizontal y cooperativa en la estación para seguir persiguiendo una trascendencia inmaterial junto a la mujer que perdió. La chimera quiere ser la película de Italia, pero es la película de Beniamina. Sucede que la quimera de Arthur no está en la organización colectiva, ya sea para el robo de objetos inutilizados o para imaginar una vida en común. Está en el amor que sobrevive a la muerte, encarnado en el facilismo del hilo rojo como alegoría.

Si la película de Rohrwacher encuentra lo milagroso en una imagen inmortalizada del pasado, el milagro en el final de la última película de Victor Erice es el primer plano de un hombre que se llena de futuro. Cerrar los ojos también es sobre un duelo, pero no de una persona fallecida, sino de una que perdió la memoria. Corresponde despedirse del amigo que se tuvo para encontrarse con su cáscara y acercarse de nuevo, aunque no te reconozca. Garay no solo perdió un amigo; perdió, también, un hijo. En una película fuertemente narrativa que hace toda una defensa de las conversaciones filmadas en plano y contraplano, con escenas que rozan lo convencional, la secuencia que sigue la forma de vida de Garay, aislado en una playa del sur mientras lidia con tanta ausencia, es un descanso aparentemente gratuito en costas y barcos de pesca donde Cerrar los ojos prepara el contrapunto que se dará después con las escenas del hospicio. (Ese contraste entre los exteriores de vida ociosa y los interiores de una institución normalizadora rima bastante con la estructura de la reciente Los delincuentes, que va del banco y la cárcel al campo. Otra coincidencia: acá, los amigos se llaman Garay y Gardel; allá, Morán y Román. Rimas, anagramas, juegos de espejos, cuerpos anudados, vuelvo a pensar en Dueto. Hace unos días le dije a Álvaro: este es el año de los varones tristes). 

Hay, como en otras películas mencionadas, una puesta en abismo de una película adentro de la película, de la que vemos solo el principio y el final. El cine de este año tiene una gran necesidad de hablar sobre el cine. Como si tuviéramos que defenderlo, o repensar su especificidad en una era de imágenes. Los objetos o amuletos acá tienen una función opuesta a la que tienen en La chimera: la pieza de ajedrez y la foto de la chica asiática que se encuentra Garay no son símbolos, sino índices que activan una memoria afectiva. Algo así como la esferita de juguete en La double vie de Véronique (1991), los naipes en Le rayon vert (1986) o la bufanda en Céline et Julie vont en bateau (1974): cosas que tienen un sentido dramático, sin ser por eso meramente utilitarias. En la imagen como indicio radica toda la fuerza del final de la película, que tiene una fe gigante en la evidencia de lo real como una política del cine.

Cerrar los ojos (Víctor Erice, 2023)

POSTFACIO

Hubo aún más duelo en las películas de Mar del Plata. El polvo, de Nicolás Torchinsky. Un pájaro azul, de Ariel Rotter. Los tonos mayores, de Ingrid Pokropek. Hijos perdidos, madres perdidas, amigos perdidos, novios perdidos. “Odio el niño que fui”, lee Cozarinsky en una escena de Dueto, y, paradójicamente, me apura a mirar con otros ojos a la niña que fui. Cine del olvido, cine del arrepentimiento, cine del perdón, cine de la memoria. Cuando la seguidilla de películas deja de ser una casualidad para volverse sistemática, aparecen otras preguntas. ¿Por qué tanta conversación con la muerte? ¿Qué dice del festival que este sea uno de sus hilos conductores?

Hace apenas una semana, el resultado del balotaje nos legó un futuro gobierno de ultraderecha que, durante la campaña, prometió cerrar el INCAA. De cumplirse la muerte anunciada, puede que Mar del Plata, película tras película, haya estado haciendo el duelo de sí mismo. Quiero creer que tenemos las herramientas para atravesarlo: las películas nos prepararon. Sabemos cómo hablar con fantasmas. Conocemos el protocolo de la pérdida. Tenemos, todavía, la calle y las pantallas. Nadie puede estar inadvertido. 


Notas

1 Rancière, Jacques, Política de la literatura, Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2011, p. 22.

2 Comments

  • Muy lindo.

  • Bellísimo texto .

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