Gleyzer y Solanas en la Generación del 60

Dos jóvenes caminan por una calle de Buenos Aires. Uno de ellos dice que le gustaría poder filmar una película:

—¿Qué filmarías?

—Una historia de tipos jóvenes, de tipos como nosotros.

Unos instantes después, la imagen se congela, dando lugar a la secuencia de títulos y a la célebre música de Sergio Mihanovich. Esa es la película que acaba de comenzar.

Entre este diálogo que abre Los jóvenes viejos (Rodolfo Kuhn, 1962) y, apenas unos años después, las primeras palabras del narrador en La hora de los hornos (Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino, 1968) —”América Latina es un continente en guerra”—, parece haber un abismo. Sin embargo, los orígenes de las trayectorias de los realizadores del cine de intervención política pueden rastrearse en la órbita del nuevo cine de principios de los años sesenta y, aunque no pueda establecerse una línea de continuidad tan directa, vale la pena reparar en esos lazos. Los cortometrajes Seguir andando (Solanas, 1962) y El ciclo (Raymundo Gleyzer, 1963) son dos casos emblemáticos.

Raymundo Gleyzer / Fernando “Pino” Solanas

1. Seguir andando, rumbo a los setenta

Una primera marca de la presencia de Solanas en el nuevo cine puede encontrarse en un perfil dedicado al director en la sección “Diccionario de la nueva generación argentina” publicado en Tiempo de cine n°13, de marzo de 19631. En la nota se destacan su formación musical, su trabajo como guionista de historietas y como compositor de jingles publicitarios, que le permitieron financiar su primer cortometraje, Seguir andando. Además, se señala su trabajo como compositor y sonidista en el corto El hombre que vio al mesías (Jorge Macario, 1959) y su participación actoral en Sin memoria (Ricardo Alventosa, 1961) y en Dar la cara (José A. Martínez Suárez, 1962), donde se lo puede ver en una escena que retrata el convulsionado mundo de la política universitaria. Martínez Suárez escribió el guion de Dar la cara junto a David Viñas, cuyas colaboraciones previas con Fernando Ayala, en particular El jefe (1958), pueden pensarse no sólo como eje de transición entre clasicismo y modernidad, sino como antecedente del cine militante, con su tesis sobre la emancipación de los líderes demagógicos, en contraste a Los jóvenes viejos y la apelación a la figura de Perón por parte de los protagonistas “para justificar”2 su malestar existencial. La autorrepresentación generacional fue una de las características principales de esa primera etapa de la modernidad, reflejada en los autoconscientes diálogos de la película de Kuhn; una autorrepresentación descarnada y nihilista que se expone en la escena del viaje que los jóvenes realizan a Mar del Plata: mientras pasan por una villa en su auto descapotable, los diálogos captan su cinismo (“Caviar y villa miseria” como el bromista título para una película hipotética) y su autoindulgencia (la reflexión de que “este país depende de nosotros”, sucedida por la irónica respuesta de “pobre país”). Mientras las frases de estos jóvenes sintetizan el vínculo del nuevo cine con la política, la cuestión se complejiza al considerar que David José Kohon, algunos años antes, le daba protagonismo a los habitantes marginales de la ciudad en su corto Buenos Aires (1958), y que Kuhn, por su parte, concluiría la década participando en la película colectiva Argentina, mayo de 1969: Los caminos de la liberación (vv.aa., 1969), que registraba los acontecimientos sucedidos en torno al Cordobazo.

Por otro lado, el principal antecedente del cine militante se encuentra en una de las películas más renovadoras de aquella generación: Tire dié (Fernando Birri, 1958/1960), film clave en el desarrollo del documental de denuncia testimonial, que dejó una larga estela hasta ser citado y retomado en una secuencia de montaje de La hora de los hornos, donde las imágenes captadas desde la ventanilla del tren son contrapuestas a planos contrapicados de los edificios torre del centro de Buenos Aires. Según cuenta Solanas, “a mí no hubo película que me impactara más en mi vida que cuando vi Tire dié de Birri (…) una película de descubrimiento extraordinario, descubrir una realidad tan patética, tan cruel, tan injusta”3. Para continuar con los contrapuntos entre las tendencias estéticas y políticas, cabe señalar que incluso en Birri se puede rastrear, en sus cortos realizados en su etapa de formación en Roma, como el documental Selinunte (I templi coricati) (1955), que incluye un segmento de danza, una línea formalista/experimental que quedó relegada en su filmografía y en su imagen como “padre del Nuevo Cine Latinoamericano”; una línea que sería retomada más tarde en ORG (1978), nuevamente en el extranjero.

La influencia de Tire dié puede percibirse, en principio, en los cortos realizados por estudiantes formados con Birri en la Universidad Nacional del Litoral, como Los 40 cuartos (Juan Oliva, 1962) o El hambre oculta (Dolly Pussi, 1965), pero también en algunos de la Universidad Nacional de La Plata, como Hombres de río (Diego Eijo, José Grammático, Ricardo Moretti y Alfredo Oroz, 1965)4. Incluso puede detectarse su impacto en los comienzos de la carrera de una figura central del cine de vanguardia como Alberto Fischerman, en su corto Quema (1962), sobre el trabajo de los recolectores en un basural de la ciudad. Fischerman colaboraría en el segundo cortometraje de Solanas, además de participar en el proyecto frustrado de Los que mandan junto a Solanas y Getino, entre otros5. En esta línea, Ricardo Becher, que formó parte del efímero Grupo de los Cinco junto a Fischerman a fines de los sesenta, se focalizaba en la violencia contenida de un obrero de la construcción en uno de sus primeros cortos, Crimen (1962). Tampoco faltaron los casos de realizadores asociados al cine político cuyos primeros cortos se caracterizan por la experimentación estética, como en el caso del poético corto Faena (Humberto Ríos, 1960), cuyas escenas en mataderos también fueron incorporadas más tarde a La hora…, así como Ríos se sumó a la tendencia del cine militante en los setenta. Lo mismo sucede con la inclinación poética de matriz argumental en La desconocida (Enrique Juárez, 1962), marcada por un clima onírico que roza lo fantástico, cuyo realizador se incorporaría más tarde al Grupo Cine Liberación.

Por su parte, Solanas ha descrito su primer corto como guiado por la “búsqueda de una cierta interioridad”6, en consonancia con el cine moderno de aquellos años, en la línea de Leopoldo Torre Nilsson: una impronta clasicista en términos formales más que narrativos, es decir, preocupada por la armonía de las formas y las simetrías, a diferencia del corto de Gleyzer, marcado por una captura desprolija más documentalista y por un montaje veloz y errático. Seguir andando resulta inusual por su delicadeza compositiva y por los movimientos coreografiados y dinámicos del plano y dentro del plano, más propias del crepuscular cine industrial7. Unos años después, Solanas criticaba duramente el Martín Fierro (1968) de Torre Nilsson al asociarlo ideológicamente con la dictadura de Onganía, con un cuestionamiento que “prefigura la génesis conceptual de Los hijos de Fierro8, que empezó a realizar en 1972.

Seguir andando comienza con planos generales estáticos que retratan los espacios que luego transitarán los protagonistas, Carlos y Susana9, una joven pareja que está por casarse. Carlos estudia y trabaja; Susana es maestra y ayuda a su madre con el trabajo doméstico. Pero lo que se retrata es el momento de ocio, reflexivo y expresivo, en el que los personajes contemplan sus vidas en perspectiva, como a la ciudad en el horizonte del río. La secuencia introductoria los sigue por separado, de manera alternada, con un ritmo vertiginoso que culmina en un beso en primer plano. Estos formalismos conviven, a su vez, con la vocación de retratar de manera bella el paisaje y los personajes: en la secuencia en que la pareja reposa junto al río, una serie de planos separados por breves elipsis se centra en sus cuerpos y registra la variación de sus posiciones. Sin embargo, ese clima idílico y romántico va dejando lugar progresivamente a un desamparo emocional y existencial, a medida que los planes de la pareja, sus proyecciones a futuro, se vuelven inciertas. Pasan los minutos hasta que Carlos toma el coraje suficiente para decirle a Susana que no consiguió el préstamo que necesitan para dejar como seña en la pensión a la que van a mudarse. El paseo por el río, que iba a ser un festejo por el inicio de una nueva etapa en sus vidas, se disipa en un melancólico vagabundeo.

Durante la charla, Susana toma notas de las cosas que deben comprar: una radio, una estufa, una biblioteca, ropa. “Cuando te recibas, vamos a dejar la pensión y tendremos nuestra casa”, le dice a Carlos. Esta situación remite directamente a una escena de Los de la mesa 10 (Simón Feldman, 1960) en la que otra joven pareja hace cuentas para ver si pueden mudarse juntos e independizarse económicamente. La película previa de Feldman, El negoción (1958), es considerada la inauguración del nuevo cine10. Feldman venía desarrollando desde 1954 el “Seminario de cine” y su publicación, Cuadernos de cine, junto a Mabel Itzcovich, realizadora de cortos con impronta testimonial como De los abandonados (1962) y Soy de aquí (1965). En Los de la mesa 10, la pareja se reúne habitualmente en un bar. En la escena mencionada, José (Emilio Alfaro) le dice a María (María Aurelia Bisutti) que consiguió un trabajo de noche, así que tendrán que verse los fines de semana, y que postergará sus estudios para el año siguiente. A su vez, ella va a empezar a buscar trabajo para ayudarlo a recibirse de ingeniero, y le lee una lista de lo que van a necesitar para cuando se muden juntos: alquiler, ropa, gastos de estudio, viajes, cine, diarios, libros y revistas, comida, vacaciones. Pero una vez que llegan a la suma total y la comparan con lo que ganan se ven obligados a tachar cosas de la lista: ropa, cine, diarios, vacaciones… Aun así, intentan mantenerse optimistas: “No importa, ya nos arreglaremos”.

De vuelta del paseo, mientras Susana y Carlos caminan hacia la estación de tren, su fracaso parece irreversible cuando confirman que no les quedan opciones para conseguir un préstamo que tampoco saben cómo podrán devolver. El entusiasmo inicial se deshace en el paso lento y abatido de la desalentada pareja, a medida que las dificultades y la incertidumbre de su destino ahogan las pulsiones juveniles retratadas al principio. De repente, suena la campana del tren. “¿Y si vamos aunque sea a verla?”, propone Susana, en referencia a la pensión. Los jóvenes se ilusionan nuevamente con que tal vez encuentren alguna manera de solucionar el problema y corren agarrados de la mano, acompañados por un travelling lateral que nos involucra en su breve atisbo de esperanza. Pero cuando llegan a la estación no hay ningún tren: está desierta. Carlos nota la tristeza en Susana y le pregunta si está mal por lo de la pieza. En la respuesta de Susana se explicita el tema de fondo: “No, qué sé yo… Son todas las cosas”. Aún así, hundida en la desesperanza, la pareja se mantiene unida y se las arregla para divertirse y sacarse algunas sonrisas. Su vínculo amoroso pasa de ser una manifestación de vitalidad a un refugio contra la hostilidad del mundo: dos personajes a la deriva, desamparados, sin ninguna proyección optimista, mientras sus mínimas aspiraciones se desmoronan y sus espíritus se desgastan.

El siguiente corto de Solanas, Reflexión ciudadana (1963), a diferencia de Seguir andando, es un documental abocado exclusivamente a problemáticas políticas. El corto registra la movilización de las masas durante la asunción presidencial de Arturo Illia, el 12 de octubre de 1963, y el clima de celebración del acto democrático. Se ven, además, imágenes del juramento presidencial, banderas argentinas en los balcones de las calles y planos de los rostros del pueblo en la multitud. Incluso registra un tumulto, detenciones y la represión de la policía montada. Se trata de una aproximación menos reflexiva que informativa, menos crítica que periodística, un retrato pintoresco que, sin embargo, guarda algo del impulso que arremeterá en La hora de los hornos.

Podría establecerse un contrapunto entre Seguir andando y Reflexión ciudadana, como si la materia estética y la política no hubieran encontrado todavía cómo articularse de un modo fructífero y se mantuvieran escindidas en los campos específicos y cerrados de la ficción y el documental. Así como Torre Nilsson calificaba Graciela (1956) como un “ejercicio de estilo” para La casa del ángel (1957)11, que además prefigura todo su cine de fines de los cincuenta y principios de los sesenta, algo similar podría pensarse de Seguir andando, que parece diseñado como un ensayo para el desarrollo de una poética autoral incipiente. Pero la filmografía de Solanas tomó otro rumbo. Su primer corto sienta las bases de un “cine de autor” propiamente dicho, que Solanas retomaría recién al regresar al país con El exilio de Gardel (1985). En este sentido, el final de la estación abandonada, la ausencia del tren y su connotación metafórica, funciona como anticipo de su cine alegórico de los años ochenta y noventa.


2. El ciclo del desencanto

A principios de los sesenta, Gleyzer frecuentaba el Cine Club Núcleo junto con tantos realizadores que comenzaban sus carreras, como Feldman, Kuhn y, especialmente, Martínez Suárez. En esos años coincidió con Solanas en el rodaje de Dar la cara, donde Gleyzer trabajó en rubros técnicos, a pesar de no figurar en los créditos12. Sus caminos volverían a cruzarse con la participación de Gleyzer como camarógrafo en La hora de los hornos, registrando la secuencia desarrollada en el Instituto Di Tella.

A diferencia de la iniciación de Solanas en la publicidad, el primer segmento de la filmografía de Gleyzer se enmarca en lo que suele clasificarse como documental etnográfico. Primero en solitario, con su corto de tesis La tierra quema (1964), sobre la miseria y la sequía en el nordeste de Brasil, al que le siguieron Pictografías del Cerro Colorado (1965) y Ceramiqueros de Traslasierra (1965), producidas por la Escuela de Artes de la Universidad Nacional de Córdoba. Estas últimas fueron realizadas con la colaboración de Ana Montes, que también participó en sus películas codirigidas con Jorge Prelorán: Ocurrido en Hualfín (1965), realizada en Catamarca, y Quilino (1966), también realizada en Córdoba. Por su parte, como en el caso de Birri, los primeros pasos de Prelorán también pueden rastrearse en el cortometraje experimental (el corto de danza sobre el racismo El perdedor o The Unvictorious One, realizado en Alemania en 1957) e incluso argumental (el thriller amateur Venganza, de 1954). También Gleyzer tendría sus vínculos con el experimental, más tarde, al colaborar con Narcisa Hirsch en la que sería su primera película, el registro de la instalación Marabunta (1967)13. Pero esa marca también puede percibirse dentro de su filmografía, como en la secuencia onírica de Los traidores (1973), que se emparenta con el clima lúdico del cine underground de principios de los setenta14.

El ciclo fue realizado en el marco de la Escuela de Cine de la Universidad Nacional de La Plata, y firmada por el “Grupo Retaguardia”, acaso un comentario satírico sobre las pretensiones de los realizadores jóvenes (cabe destacar que algunos años después Gleyzer reivindicaría el recurso del humor en su cine militante, como puede apreciarse en la canción y las animaciones de Me matan si no trabajo y si trabajo me matan, de 1974). Se trata de una película rabiosa y virulenta, en contraste a la sensibilidad de Seguir andando. Si el corto de Solanas está más claramente anclado a aquel primer nuevo cine, en el de Gleyzer se nota mucho más la semilla de lo que vendrá algunos años después. A pesar de esto, Gleyzer solía renegar de este corto de juventud, tal vez por tratarse de una anomalía dentro de su filmografía, y prefería considerar La tierra quema como su ópera prima15. Sin embargo, podría considerarse El ciclo como una toma de posición y de ruptura con el cine de la Generación del 60: los cortos de Gleyzer y Solanas son antagónicos en términos de identificación afectiva con los personajes que retratan. El ciclo es intransigente con estos jóvenes que lo protagonizan, a los que podemos identificar en un estrato social superior a los de Seguir andando o Los de la mesa 10: en este caso no hay carencia de ningún tipo, salvo espiritual y humanitaria.

A primera vista, como en el cine de esa primera modernidad, la película pone en escena a un grupo de jóvenes burgueses que todavía no traducen en acción política el malestar con el estado de cosas en la sociedad de la época. Se trata de esos mismos “jóvenes viejos” que intentan liberarse de mandatos y ataduras materiales en la misma medida en que se ven asfixiados por sus angustias existenciales, en un círculo vicioso entre el ocio y el comportamiento autodestructivo, entre las fiestas y las picadas de autos. La diferencia radica en la distancia con que esta película contempla su cinismo y en lo severo de su mirada crítica sobre ese sujeto social: en su retrato se hace particular énfasis en el machismo, la misoginia y el antisemitismo, además de mostrarlos asociados a un comportamiento delictivo, al consumo de drogas y, sobre todo, al desprecio clasista.

No resulta menor, en este sentido, que el corto comience y concluya con el uso irónico de una canción de Palito Ortega, “Te hicieron la pera”, poco antes de la sátira de Rodolfo Kuhn, Pajarito Gómez (1965), en cuyo guion colaboró el escritor Paco Urondo, quien en los años setenta militaría en las FAR y Montoneros. En 1964, un artículo publicado en la revista Primera Plana, titulado “Palito Ortega: el triunfo de los orangutanes”, se proponía dilucidar “cómo se fabrica este tipo de ídolos en la Argentina, pero cómo, también (…) se convierten en heraldos de un modo de vivir y sentir”, repasando casi punto por punto los núcleos argumentales que harían a la estructura de la película. El desesperado grito final en Pajarito Gómez, que resuena en el célebre afiche de La hora de los hornos, interrumpe violentamente la candidez de la canción “En el año 2000” y pone fin al mismo ciclo de frenetismo y degeneración presente en el corto de Gleyzer.

El uso irónico de la música de Palito se repite también en Las cosas ciertas (Gerardo Vallejo, 1965), un corto que, unos años después, tras la incorporación de Vallejo al Grupo Cine Liberación, daría lugar a El camino hacia la muerte del viejo Reales (1971), cuyo segmento final retoma el discurso combativo de La hora de los hornos. Vallejo se había formado con Birri en la Escuela documental de Santa Fe, y su corto, realizado en Tucumán, es otro de los ejemplos de las reminiscencias de Tire dié, pero en el que los límites entre ficción y documental son mucho más permeables. Su impronta testimonial no le impide esbozar una trama romántica (con derivas tan poéticas como la escena del encuentro de la pareja en el pastizal), elaborar una interesante estructura de flashbacks, o recurrir a la voice over para revelar el estado de ánimo interior de los personajes. El contrapunto musical a partir de la estrofa dedicada a Tucumán en la canción “Mi tierra” contrasta con la dura realidad retratada a lo largo del corto.

En el caso del corto de Gleyzer, la música de Palito intensifica la impresión de alienación de los jóvenes protagonistas, su modo de vida vertiginoso, su frivolidad y su vacuidad. Aunque también podría interpretarse que la letra, sobre un encuentro amoroso trunco, refleja de manera cómica algo de las “promesas incumplidas” del estándar de vida convencional, de una falta de satisfacción profunda (“Te juro, vida mía, que ansioso esperaba / que llegue el momento de encontrarte a ti / pero al llegar la hora tú allí no estabas / y de pena me sentí morir”), como el tren que no llega a la estación en Seguir andando: una metáfora que se volvió literal cuando, unos años después de haber realizado Tire dié, según cuenta Birri, el tren dejó de pasar debido a la caída del puente por el que los chicos corrían para alcanzarlo (un recorrido que, como en Las cosas ciertas, permitía retratar esa realidad descarnada), de manera que “la situación seguía siendo igual o peor que cuando habíamos filmado la película”16.

El ciclo comienza con el frente de una casa acomodada del barrio porteño de Belgrano. Las luces interiores se apagan, se encienden las de la entrada y un grupo de jóvenes sale de una fiesta realizada por uno de ellos, cuyos padres están de viaje. Está amaneciendo y los jóvenes deciden salir con sus autos a hacer unas picadas, o lo que llaman chocadas: los autos deben acercarse a máxima velocidad hasta que uno de los dos esquive al otro, un rito de masculinidad que consagra al vencedor y humilla al perdedor. Toda esta secuencia está caracterizada por un montaje dinámico, por la cercanía de la cámara con los sujetos, y por una impronta documental que genera la impresión de registro de un hecho real (a diferencia, por ejemplo, de las escenas en autos en El jefe, realizadas con el convencional fondo proyectado, algunos años antes).

Posteriormente, como en Seguir andando, la acción se traslada a la zona del río, es decir, hacia los márgenes de la ciudad, donde se encuentra una mayor cercanía con la naturaleza y un momento de mayor abstracción de los ritmos frenéticos de la ciudad. En este segmento se encuentran similitudes con el corto de Solanas en el modo pictórico de retratar a los jóvenes, remarcando la belleza compositiva y la melancolía de sus semblantes. En contraste con el vértigo del montaje alternante en la secuencia de la chocada, los planos se suceden a modo de stills, los “tiempos muertos” según los parámetros clasicistas: momentos de suspensión en los que se concentra la marca de cierta tendencia del cine de autor de aquellos años. Este modo de retratar la inacción hace a una búsqueda formal y expresiva de los cuerpos en el espacio: la puesta en escena de un estado de ánimo.

Sin embargo, no se trata solamente de jóvenes con conflictos internos y con el modo de vida tradicional. No son jóvenes expulsados, como en Seguir andando, sino jóvenes que, en sus aparentes transgresiones, confirman el statu quo. Los protagonistas de El ciclo son firmes representantes de una ideología y activistas políticos: en sus diálogos se deja entrever una militancia asociada a la extrema derecha y a grupos de choque nacionalistas como el Tacuara, también representados por esos años en películas como Con gusto a rabia (Ayala, 1965) o El ojo que espía (Torre Nilsson, 1966). La última secuencia coloca a sus protagonistas frente a un grupo de trabajadores portuarios. El contrapunto en el montaje enfatiza el desprecio clasista y el cinismo de los personajes (“parece que hay tipos que trabajan todavía”, acota uno de ellos), pero explicita, sobre todo, el punto de vista de la película y su comentario sobre los sucesos representados. El final cíclico, que retoma los planos del comienzo, da cuenta de la circularidad decadente y autodestructiva que le da título a la película, sin posibilidad de redención alguna para sus personajes.

Como en Seguir andando, en el corto de Gleyzer hay una serie de decisiones que componen una marca autoral en la narración: la fragmentación, la autonomía del movimiento de los planos y del montaje; un modo de enunciación que sería rechazado por ambos directores en sus películas de intervención política, ya sea por medio de la postergación de esa entidad autoral a un segundo plano y de la incorporación del espectador en el film en La hora de los hornos (al menos, retóricamente), o en la recuperación de un modelo más clasicista en Los traidores, motivado por la filosofía de llegar a un público más amplio y habituado a un tipo de narración convencional.
Estos cortos ilustran un período en que las relaciones entre estética y política estaban menos predefinidas, más mixturadas y menos dicotomizadas, en comparación al antagonismo que se configuró en los setenta entre esos dos polos, entre grupos como Cine Liberación o Cine de la Base y el Instituto Di Tella o el Grupo Goethe, años en que las discusiones se agudizaron, tal como ilustra el incidente en torno a la llamada “noche de las cámaras despiertas”17. Por eso estos primeros cortos resultan tan singulares, como las películas del underground en los primeros setenta: porque dan cuenta de una posible síntesis entre la vanguardia estética y la política, un eslabón entre el cine de autor de la Generación del 60 y la radicalización política de finales de esa década.


Un agradecimiento a Tomás Guarnaccia por sus aportes de material bibliográfico. Sus notas sobre el cine de Gleyzer pueden leerse acá y acá.


Notas:

1 Puede consultarse el número digitalizado acá.

2 Se trata de una referencia a Los jóvenes viejos, cuando, hablando sobre “los muchachitos de las películas extranjeras”, el personaje de Emilio Alfaro dice: “Por lo menos pueden usar las guerras para justificarse”. [N. de los E.]

3 Citado en “La Escuela Documental de Santa Fe: un ciempiés que camina” (María Aimaretti, Lorena Bordigoni y Javier Campo), en Una historia del cine político y social en Argentina (1896-1969) (Ana Laura Lusnich y Pablo Piedras, eds, 2009), p. 367.

4 Varios cortos producidos por estudiantes de la UNL y la UNLP fueron difundidos recientemente por Filmoteca Online, entre otros también mencionados en este artículo: Seguir andando, Hombres de río, Buenos Aires, La desconocida, Tire dié, De los abandonados y Crimen. Pueden encontrarse, además, otros cortos relevantes de estos años, como En Buenos Aires, hoy (Feldman, 1959), Contracampo (Kuhn, 1958), Luz, cámara, acción (Kuhn, 1959), Moto perpetuo (Osías Wilenski, 1959) y Gaitán a casa (Beceyro, 1965), entre otros.

5 En palabras de Getino, el proyecto de Los que mandan consistía en “ver qué pasaba cuando un grupo de poder se reúne un fin de semana en una estancia, donde hay militares, empresarios, políticos, estancieros (…). Con Fischerman trabajé algunas partes referidas a la ruptura en la ficción política pero donde se conjugaban dos preocupaciones distintas, la experimentación a nivel formal (…) y el contenido político”. Ver “La memoria de un valeroso: entrevista a Octavio Getino” (Javier Campo), en Cine Documental, n°7, 2013.

6 Palabras extraídas del documental Cómo se hizo La hora de los hornos (Fernando Martín Peña, 2007).

7 En un texto publicado en el primer número de la revista “Cine del Tercer Mundo”, el Grupo Cine Liberación criticaba la “no-actualización” del “conflicto todavía vigente del pueblo argentino contra la oligarquía” en la película de Torre Nilsson, permitiendo que los “responsables hoy de la persecución, torturas y matanzas de los hijos de Fierro” reconocieran el film como “cosa propia, como instrumento adecuado a su política global”. Citado en Fernando Solanas (Luciano Monteagudo), libro de la colección “Los directores del cine argentino” editada por el Centro Editor de América Latina (1993), p. 28-29.

8 En una breve reseña sobre Seguir andando en “Tiempo de cine”, Horacio Verbitsky la describe como una “película de clima, íntima”, que “transcurre en imágenes estetizantes y evasivas”. Ver “Para una reubicación del cortometraje argentino” en Tiempo de cine, n°14/15 (1963).

9 Susana es interpretada por Cora Roca, que actuó también en El ciclo y fue asistente de producción en Reflexión ciudadana.

10 Al año siguiente, El negoción fue rehecha en un marco de producción industrial. Esta segunda versión es la más difundida en la actualidad. En el Museo del Cine se conserva una copia de la primera, que fue exhibida en el 34° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata en 2019.

11 Historia del cine argentino II (Domingo Di Núbila, Cruz de Malta, 1960), p. 211.

12 Compañero Raymundo (Juana Sapire y Cynthia Sabat, editorial Sudestada, 2017), p. 24.

13 Según cuenta Hirsch, la colaboración con Gleyzer fue fruto de una casualidad: “necesitábamos que alguien [filmara Marabunta], y entonces fui al laboratorio Alex y le pregunté a mi amigo Aldo Sessa si tenía un cameraman y me dijo: ‘sí, acá está Raymundo Gleyzer’. […] Y yo no sabía nada de Raymundo, y vino Raymundo y filmó Marabunta”. Citado en “El Grupo Goethe. Epicentro del cine experimental argentino” (Andrés Denegri), en Territorios audiovisuales (Jorge La Ferla y Sofía Reynal, compiladores, Libraria, 2012), p. 92.

14 Sobre el cine underground ver “Escenas del under porteño. Experimentación y vanguardia en el cine argentino de los años 60 y 70” (Paula Wolkowicz) en Imagofagia, n°9 (2014).

Sobre dos películas clave de esta tendencia, Alianza para el progreso (Julio Ludueña, 1971) y … [Puntos suspensivos] (Edgardo Cozarinsky, 1971), ver “Signos de pregunta” (Álvaro Bretal), en Pulsión n°5 (2017).

15 Testimonio de Juana Sapire en Compañero Raymundo.

16 “‘Tire dié’: Los (no) límites entre el documental y la ficción” (Fernando Birri), en Cine, antropología y colonialismo (Adolfo Colombres, ed., Ediciones del sol, 2005), p. 136.

17 Beatriz Sarlo realizó una reconstrucción del suceso a partir de testimonios de los participantes y testigos, publicado en La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas (Ariel, 1998).

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